domingo, 28 de febrero de 2010

EL ÚLTIMO ROSTRO de Álvaro Mutis

El último rostro es el rostro con el que te recibe la muerte.
-De un manuscrito anónimo de la Biblioteca
del Monasterio del Monte Athos, siglo XI.


Las páginas que van a leerse pertenecen a un legajo de manuscritos vendidos en la subasta de un librero de Londres pocos años después de terminada la segunda guerra mundial. Formaron parte estos escritos de los bienes de la familia Nimbourg-Napierski, el último de cuyos miembros murió en Mers-el Kebir combatiendo como oficial de la Francia libre. Los Nimbourg-Napierski llegaron a Inglaterra meses antes de la caída de Francia y llevaron consigo algunos de los más preciados recuerdos de la familia: un sable con mango adornado de rubíes y zafiros, obsequio del mariscal José Poniatowski al coronel de lanceros Miecislaw Napierski, en recuerdo de su heroica conducta en la batalla de Friedland; una serie de bocetos y dibujos de Delacroix comprados al artista por el príncipe de Nimbourg-Boulac, la colección de monedas antiguas del abuelo Nimbourg-Napierski, muerto en Londres pocos días después de emigrar y los manuscritos del diario del coronel Napierski, ya mencionados.

Por un azar llegaron a nuestras manos los papeles del coronel Napierski y al hojearlos en busca de ciertos detalles sobre la batalla de Bailén, que allí se narra, nuestra vista cayó sobre una palabra y una fecha: Santa Marta, diciembre de 1830. Iniciada su lectura, el interés sobre la derrota de Bailén se esfumó bien pronto a medida que nos internábamos en los apretados renglones de letra amplia y clara del coronel de coraceros. Los folios no estaban ordenados y hubo que buscar entre los ocho tomos de legajos aquellos que, por el color de la tinta y ciertos nombres y fechas, indicaban pertenecer a una misma época.

Miecislaw Napierski había viajado a Colombia para ofrecer sus servicios en los ejércitos libertadores. Su esposa, la condesa Adéhaume de Nimbourg-Boulac, había muerto al nacer su segundo hijo y el coronel, como buen polonés, buscó en América tierras en donde la libertad y el sacrificio alentaran sus sueños de aventura truncados con la caída del Imperio. Dejó sus dos hijos al cuidado de la familia de su esposa y embarcó para Cartagena de Indias. En Cuba, en donde tocó la fragata en que viajaba, fue detenido por una oscura delación y encerrado en el fuerte de Santiago. Allí padeció varios años de prisión hasta cuando logró evadirse y escapar a Jamaica. En Kingston embarcó en la fragata inglesa "Shanon" que se dirigía a Cartagena.

Por razones que se verán más adelante, se transcriben únicamente las páginas del Diario que hacen referencia a ciertos hechos relacionados con un hombre y las circunstancias de su muerte, y se omiten todos los comentarios y relatos de Napierski ajenos a este episodio de la historia de Colombia que diluyen y, a menudo, confunden el desarrollo del dramático fin de una vida.

Napierski escribió esta parte de su Diario en español, idioma que dominaba por haberlo aprendido en su estada en España durante la ocupación de los ejércitos napoleónicos. En el tono de ciertos párrafos se nota empero la influencia de los poetas poloneses exiliados en París y de quienes fuera íntimo amigo, en especial de Adam Nickiewiez a quien alojó en su casa.

29 de junio. Hoy conocí al general Bolívar. Era tal mi interés por captar cada una de sus palabras y hasta el menor de sus gestos y tal su poder de comunicación y la intensidad de su pensamiento que, ahora que me siento a fijar en el papel los detalles de la entrevista, me parece haber conocido al Libertador desde hace ya muchos años y servido desde siempre bajo sus órdenes.
La fragata ancló esta mañana frente al fuerte de Pastelillo. Un edecán llegó por nosotros a eso de las diez de la mañana. Desembarcamos el capitán, un agente consular británico de nombre Page y yo. Al llegar a tierra fuimos a un lugar llamado Pie de la Popa por hallarse en las estribaciones del cerro del mismo nombre, en cuya cima se halla una fortaleza que antaño fuera convento de monjas. Bolívar se trasladó allí desde el pueblecito cercano de Turbaco, movido por la ilusión de poder partir en breves días.
Entramos en una amplia casona con patios empedrados llenos de geranios un tanto mustios y gruesos muros que le dan un aspecto de cuartel. Esperamos en una pequeña sala de muebles desiguales y destartalados con las paredes desnudas y manchadas de humedad. Al poco rato entró el señor Ibarra, edecán del Libertador, para decirnos que Su Excelencia estaba terminando de vestirse y nos recibiría en unos momentos. Poco después se entreabrió una puerta que yo había creído clausurada y asomó la cabeza un negro que llevaba en la mano unas prendas de vestir y una manta e hizo a Ibarra señas de que podíamos entrar.
Mi primera impresión fue de sorpresa al encontrarme en una amplia habitación vacía, con alto techo artesonado, un catre de campaña al fondo, contra un rincón, y una mesa de noche llena de libros y papeles. De nuevo las paredes vacías llenas de churretones causados por la humedad. Una ausencia total de muebles y adornos. Únicamente una silla de alto respaldo, desfondada y descolorida, miraba hacia un patio interior sembrado de naranjos en flor, cuyo suave aroma se mezclaba con el de agua de colonia que predominaba en el ambiente. Pensé, por un instante, que seguiríamos hacia otro cuarto y que esta sería la habitación provisional de algún ayudante cuando una voz hueca pero bien timbrada, que denotaba una extrema debilidad física, se oyó tras de la silla hablando en un francés impecable traicionado apenas por un leve «accent du midi».
-Adelante, señores, ya traen algunas sillas. Perdonen lo escaso del mobiliario, pero estamos todos aquí un poco de paso. No puedo levantarme, excúsenme ustedes.
Nos acercamos a saludar al héroe mientras unos soldados, todos con acentuado tipo mulato, colocaban unas sillas frente a la que ocupaba el enfermo. Mientras éste hablaba con el capitán del velero, tuve oportunidad de observar a Bolívar. Sorprende la desproporción entre su breve talla y la enérgica vivacidad de las facciones. En especial los grandes ojos oscuros y húmedos que se destacan bajo el arco pronunciado de las cejas. La tez es de un intenso color moreno, pero a través de la fina camisa de batista, se advierte un suave tono oliváceo que no ha sufrido las inclemencias del sol y el viento de los trópicos. La frente, pronunciada y magnífica, está surcada por multitud de finas arrugas que aparecen y desaparecen a cada instante y dan al rostro una expresión de atónita amargura, confirmada por el diseño delgado y fino de la boca cercada por hondas arrugas. Me recordó el rostro de César en el busto del museo Vaticano. El mentón pronunciado y la nariz fina y aguda, borran un tanto la impresión de melancólica amargura, poniendo un sello de densa energía orientada siempre en toda su intensidad hacia el interlocutor del momento. Sorprenden las manos delgadas, ahusadas, largas, con uñas almendradas y pulcramente pulidas, ajenas por completo a una vida de batallas y esfuerzos sobrehumanos cumplidos en la inclemencia de un clima implacable.
Un gesto del Libertador -olvidaba decir que tal es el título con que honró a Bolívar el Congreso de Colombia y con el cual se le conoce siempre más que por su nombre o sus títulos oficiales- me impresionó sobremanera, como si lo hubiera acompañado toda su vida. Se golpea levemente la frente con la palma de la mano y luego desliza ésta lentamente hasta sostenerse con ella el mentón entre el pulgar y el índice; así permanece largo rato, mirando fijamente a quien le habla. Estaba yo absorto observando todos sus ademanes cuando me hizo una pregunta, interrumpiendo bruscamente una larga explicación del capitán sobre su itinerario hacia Europa.
-Coronel Napierski, me cuentan que usted sirvió bajo las órdenes del mariscal Poniatowski y que combatió con él en el desastre de Leipzig.
-Sí, Excelencia -respondí conturbado al haberme dejado tomar de sorpresa-, tuve el honor de combatir a sus órdenes en el cuerpo de lanceros de la guardia y tuve también el terrible dolor de presenciar su heroica muerte en las aguas del Elster. Yo fui de los pocos que logramos llegar a la otra orilla.
-Tengo una admiración muy grande por Polonia y por su pueblo -me contestó Bolívar-, son los únicos verdaderos patriotas que quedan en Europa. Qué lástima que haya llegado usted tarde. Me hubiera gustado tanto tenerlo en mi Estado Mayor -permaneció un instante en silencio, con la mirada perdida en el quieto follaje de los naranjos-. Conocí al príncipe Poniatowski en el salón de la condesa Potocka, en París. Era un joven arrogante y simpático, pero con ideas políticas un tanto vagas. Tenía debilidad por las maneras y costumbres de los ingleses y a menudo lo ponía en evidencia, olvidando que eran los más acerbos enemigos de la libertad de su patria. Lo recuerdo como una mezcla de hombre valiente hasta la temeridad pero ingenuo hasta el candor. Mezcla peligrosa en los vericuetos que llevan al poder. Murió como un gran soldado. Cuántas veces al cruzar un río (he cruzado muchos en mi vida, coronel) he pensado en él, en su envidiable sangre fría, en su espléndido arrojo. Así se debe morir y no en este peregrinaje vergonzante y penoso por un país que ni me quiere ni piensa que le haya yo servido en cosa que valga la pena.
Un joven general con espesas patillas rojizas, se apresuró respetuosamente a interrumpir al enfermo con voz un tanto quebrada por encontrados sentimientos:
-Un grupo de viles amargados no son toda Colombia, Excelencia. Usted sabe cuánto amor y cuánta gratitud le guardamos los colombianos por lo que ha hecho por nosotros.
-Sí -contestó Bolívar con un aire todavía un tanto absorto-, tal vez tenga razón, Carreño, pero ninguno de esos que menciona estaban a mi salida de Bogotá, ni cuando pasamos por Mariquita.
Se me escapó el sentido de sus palabras, pero noté en los presentes una súbita expresión de vergüenza y molestia casi física. Tornó Bolívar a dirigirse a mí con renovado interés:
-Y ahora que sabe que por acá todo ha terminado, ¿qué piensa usted hacer, coronel?
-Regresar a Europa -respondí- lo más pronto posible. Debo poner orden en los asuntos de mi familia y ver de salvar, así sea en parte, mi escaso patrimonio.
-Tal vez viajemos juntos -me dijo, mirando también al capitán.
Éste explicó al enfermo que por ahora tendría que navegar hasta La Guaira y que, de allí, regresaría a Santa Marta para partir hacia Europa. Indicó que sólo hasta su regreso podría recibir nuevos pasajeros. Esto tomaría dos o tres meses a lo sumo porque en La Guaira esperaba un cargamento que venía del interior de Venezuela. El capitán manifestó que, al volver a Santa Marta, sería para él un honor contarlo como huésped en la "Shanon" y que, desde ahora, iba a disponer lo necesario para proporcionarle las comodidades que exigía su estado de salud.
El Libertador acogió la explicación del marino con un amable gesto de ironía y comentó:
-Ay, capitán, parece que estuviera escrito que yo deba morir entre quienes me arrojan de su lado. No merezco el consuelo del ciego Edipo que pudo abandonar el suelo que lo odiaba.
Permaneció en silencio un largo rato; sólo se escuchaba el silbido trabajoso de su respiración y algún tímido tintineo de un sable o el crujido de alguna de las sillas desvencijadas que ocupábamos. Nadie se atrevió a interrumpir su hondo meditar, evidente en la mirada perdida en el quieto aire del patio. Por fin, el agente consular de Su Majestad británica se puso en pie.
Nosotros le imitamos y nos acercamos al enfermo para despedirnos. Salió apenas de su amargo cavilar sin fondo y nos miró como a sombras de un mundo del que se hallaba por completo ausente. Al estrechar mi mano me dijo sin embargo:
-Coronel Napierski, cuando lo desee venga a hacer compañía a este enfermo. Charlaremos un poco de otros días y otras tierras. Creo que a ambos nos hará mucho bien.
Me conmovieron sus palabras. Le respondí:
-No dejaré de hacerlo, Excelencia. Para mí es un placer y una oportunidad muy honrosa y feliz el poder venir a visitarle. El barco demora aquí algunas semanas. No dejaré de aprovechar su invitación.
De repente me sentí envarado y un tanto ceremonioso en medio de este aposento más que pobre y después de la llaneza de buen tono que había usado conmigo el héroe.
Es ya de noche. No corre una brizna de viento. Subo al puente de la fragata en busca de aire fresco. Cruza la sombra nocturna, allá en lo alto, una bandada de aves chillonas cuyo grito se pierde sobre el agua estancada y añeja de la bahía. Allá al fondo, la silueta angulosa y vigilante del fuerte de San Felipe. Hay algo intemporal en todo esto, una extraña atmósfera que me recuerda algo ya conocido no sé dónde ni cuándo. Las murallas y fuertes son una reminiscencia medieval surgiendo entre las ciénagas y lianas del trópico. Muros de Aleppo y San Juan de Acre, kraks del Líbano. Esta solitaria lucha de un guerrero admirable con la muerte que lo cerca en una ronda de amargura y desengaño. ¿Dónde y cuándo viví todo esto?
30 de junio. Ayer envié un grumete para que preguntara cómo seguía el Libertador y si podía visitarle en caso de que se encontrara mejor. Regresó con la noticia de que el enfermo había pasado pésima noche y le había aumentado la fiebre. Personalmente, Bolívar me enviaba decir que, si al día siguiente se sentía mejor, me lo haría saber para que fuera a verlo. En efecto, hoy vinieron a buscarme, a la hora de mayor calor, las dos de la tarde, el general Montilla y un oficial cuyo apellido no entendí claramente. «El Libertador se siente hoy un poco mejor y estaría encantado de gozar un rato de su compañía», explicó Montilla repitiendo evidentemente palabras textuales del enfermo. Siempre se advierte en Bolívar el hombre de mundo detrás del militar y el político. Uno de los encantos de sus maneras es que la banalidad del brillante frecuentador de los sajones del consulado ha cedido el paso a cierta llaneza castrense, casi hogareña, que me recuerdan al mariscal McDonald, duque de Tarento o al conde de Fernán Núñez. A esto habría que agregar un personal acento criollo, mezcla de capricho y fogosidad, que lo han hecho, según es bien conocido, hombre en extremo afortunado con las mujeres.
Me llevaron al patio de los naranjos, en donde le habían colgado una hamaca. Dos noches de fiebre marcaban su paso por un rostro que tenía algo de máscara frigia. Me acerco a saludarlo y con la mano me hace señas de que tome asiento en una silla que me han traído en ese momento. No puede hablar. El edecán Ibarra me explica en voz baja que acaba de sufrir un acceso de tos muy violento y que de nuevo ha perdido mucha sangre. Intento retirarme para no importunar al enfermo y éste se incorpora un poco y me pide con una voz ronca, que me conmueve por todo el sufrimiento que acusa:
-No, no, por favor, coronel, no se vaya usted. En un momento ya estaré bien y podremos conversar un poco. Me hará mucho bien..., se lo ruego..., quédese.
Cerró los ojos. Por el rostro le cruzan vagas sombras. Una expresión de alivio borra las arrugas de la frente. Suaviza las comisuras de los labios. Casi sonríe. Tomé asiento mientras Ibarra se retiraba en silencio. Transcurrido un cuarto de hora pareció despertar de un largo sueño. Se excusó por haberme hecho llamar creyendo que iba a estar en condiciones de conversar un rato. «Hábleme un poco de usted -agregó-, cuál es su impresión de todo esto», y subrayó estas palabras con un gesto de la mano. Le respondí que me era un poco difícil todavía formular un juicio cierto sobre mis impresiones. Le comenté de mi sensación en la noche, frente a la ciudad amurallada, ese intemporal y vago hundirme en algo vivido no sé dónde, ni cuándo. Empezó entonces a hablarme de América, de estas repúblicas nacidas de su espada y de las cuales, sin embargo, allá en su más íntimo ser, se siente a menudo por completo ajeno.
-Aquí se frustra toda empresa humana -comentó-. El desorden vertiginoso del paisaje, los ríos inmensos, el caos de los elementos, la vastedad de las selvas, el clima implacable, trabajan la voluntad y minan las razones profundas, esenciales, para vivir, que heredamos de ustedes. Esas razones nos impulsan todavía, pero en el camino nos perdemos en la hueca retórica y en la sanguinaria violencia que todo lo arrasa. Queda una conciencia de lo que debimos hacer y no hicimos y que sigue trabajando allá adentro, haciéndonos inconformes, astutos, frustrados, ruidosos, inconstantes. Los que hemos enterrado en estos montes lo mejor de nuestras vidas, conocemos demasiado bien los extremos a que conduce esta inconformidad estéril y retorcida. ¿Sabe usted que cuando yo pedí la libertad para los esclavos, las voces clandestinas que conspiraron contra el proyecto e impidieron su cumplimiento fueron las de mis compañeros de lucha, los mismos que se jugaron la vida cruzando a mi lado los Andes para vencer en el Pantano de Vargas, en Boyacá y en Ayacucho; los mismos que habían padecido prisión y miserias sin cuento en las cárceles de Cartagena el Callao y Cádiz de manos de los españoles? ¿Cómo se puede explicar esto si no es por una mezquindad, una pobreza de alma propias de aquellos que no saben quiénes son, ni de dónde son, ni para qué están en la tierra? El que yo haya descubierto en ellos esta condición, el que la haya conocido desde siempre y tratado de modificarla y subsanarla, me ha convertido ahora en un profeta incómodo, en un extranjero molesto. Por esto sobro en Colombia, mi querido coronel, pero un hado extraño dispone que yo muera con un pie en el estribo, indicándome así que tampoco mi lugar, la tumba que me corresponde, está allende el Atlántico.
Hablaba con febril excitación. Me atreví a sugerirle descanso y que tratara de olvidar lo irremediable y propio de toda condición humana. Traje al caso algunos ejemplos harto patentes y dolorosos de la reciente historia de Europa. Se quedó pensativo un momento. Su respiración se regularizó, su mirada perdió la delirante intensidad que me había hecho temer una nueva crisis.
-Da igual, Napierski, da igual, con esto no hay ya nada que hacer -comentó señalando hacia su pecho-; no vamos a detener la labor de la muerte callando lo que nos duele. Más vale dejarlo salir, menos daño ha de hacernos hablándolo con amigos como usted.
Era la primera vez que me trataba con tan amistosa confianza y esto me conmovió, naturalmente. Seguimos conversando. Volví a comentarle de Europa, la desorientación de quienes aún añoraban las glorias del Imperio, la necedad de los gobernantes que intentaban detener con viejas mañas y rutinas de gabinete un proceso irreversible. Le hablé de la tiranía rusa en mi patria, de nuestra frustración de los planes de alzamiento preparados en París. Me escuchaba con interés mientras una vaga sonrisa, un gesto de amable escepticismo, le recorría el rostro.
-Ustedes saldrán de esas crisis, Napierski, siempre han superado esas épocas de oscuridad, ya vendrán para Europa tiempos nuevos de prosperidad y grandeza para todos. Mientras tanto nosotros, aquí en América, nos iremos hundiendo en un caos de estériles guerras civiles, de conspiraciones sórdidas y en ellas se perderán toda la energía, toda la fe, toda la razón necesarias para aprovechar y dar sentido al esfuerzo que nos hizo libres. No tenemos remedio, coronel, así somos, así nacimos...
Nos interrumpió el edecán Ibarra que traía un sobre y lo entregó al enfermo. Reconoció al instante la letra y me explicó sonriente: «Me va a perdonar que lea esta carta ahora, Napierski. La escribe alguien a quien debo la vida y que me sigue siendo fiel con lo mejor de su alma». Me retiré a un rincón para dejarlo en libertad y comenté algunos detalles de mis planes con Ibarra. Cuando Bolívar terminó de leer los dos pliegos, escritos en una letra menuda con grandes mayúsculas semejantes a arabescos, nos llamó a su lado. Estaba muy cambiado, casi dijera que rejuvenecido.
Nos quedamos un largo rato en silencio. Miraba al cielo por entre los naranjos en flor. Suspiró hondamente y me habló con cierto acento de ligereza y hasta de coquetería:
-Esto de morir con el corazón joven tiene sus ventajas, coronel. Contra eso sí no pueden ni la mezquindad de los conspiradores ni el olvido de los próximos ni el capricho de los elementos... ni la ruina del cuerpo. Necesito estar solo un rato. Venga por aquí más a menudo. Usted ya es de los nuestros, coronel, y a pesar de su magnífico castellano a los dos nos sirve practicar un poco el francés que se nos está empolvando.
Me despedí con la satisfacción de ver al enfermo con mejores ánimos. Antes de tornar a la fragata, Ibarra me acompañó a comprar algunas cosas en el centro de la ciudad que tiene algo de Cádiz y mucho de Túnez o Algeciras. Mientras recorríamos las blancas calles en sombra, con casas llenas de balcones y amplios patios a los que invitaba la húmeda frescura de una vegetación espléndida, me contó los amores de Bolívar con una dama ecuatoriana que le había salvado la vida, gracias a su valor y serenidad, cuando se enfrentó, sola, a los conspiradores que iban a asesinar al héroe en sus habitaciones del Palacio de San Carlos en Bogotá. Muchos de ellos eran antiguos compañeros de armas, hechura suya casi todos. Ahora comprendo la amargura de sus palabras esta tarde.
1º de julio. He decidido quedarme en Colombia, por lo menos hasta el regreso de la fragata. Ciertas vagas razones, difíciles de precisar en el papel, me han decidido a permanecer al lado de este hombre que, desde hoy, se encamina derecho hacia la muerte ante la indiferencia, si no el rencor, de quienes todo le deben.
Si mi propósito era alistarme en el ejército de la Gran Colombia y circunstancias adversas me han impedido hacerlo, es natural que preste al menos el simple servicio de mi compañía y devoción a quien organizó y llevó a la victoria, a través de cinco naciones, esas mismas armas. Si bien es cierto que quienes ahora le rodean, cinco o seis personas, le muestran un afecto y lealtad sin límites, ninguno puede darle el consuelo y el alivio que nuestra afinidad de educación y de recuerdos le proporciona. A pesar de la respetuosa distancia de nuestras relaciones, me doy cuenta de que hay ciertos temas que sólo conmigo trata y cuando lo hace es con el placer de quien renueva viejas relaciones de juventud. Lo noto hasta en ciertos giros del idioma francés que le brotan en su charla conmigo y que son los mismos impuestos en los salones del consulado por Barras, Talleyrand y los amigos de Josefina.
El Libertador ha tenido una recaída de la cual, al decir del médico que lo atiende -y sobre cuya preparación tengo cada día mayores dudas-, no volverá a recobrarse. La causa ha sido una noticia que recibió ayer mismo. Estaba en su cuarto, recostado en el catre de campaña en donde descansaba un poco de la silla en donde pasa la mayor parte del tiempo, cuando, tras un breve y agitado murmullo, tocaron a la puerta.
-¿Quién es? -preguntó el enfermo incorporándose.
-Correo de Bogotá, Excelencia -contestó Ibarra. Bolívar trató de ponerse en pie pero volvió a recostarse sacudido por un fuerte golpe de tos. Le alcancé un vaso con agua, tomó de ella algunos sorbos e hizo pasar a su edecán. Ibarra traía el rostro descompuesto a pesar del esfuerzo que hacía por dominarse. Bolívar se le quedó mirando y le preguntó intrigado:
-¿Quién trae el correo?
-El capitán Arrázola, Excelencia -contestó el otro con voz pastosa y débil.
-¿Arrázola? ¿El que fue ayudante de Santander?... Ese viene más a espiar que a traer noticias. En fin... que entre. ¿Pero qué le pasa a usted, Ibarra? -inquirió preocupado al ver que el edecán no se movía.
-Mi general..., Excelencia..., prepárese a recibir una terrible noticia.
Y las lágrimas, a punto de brotarle de los ojos, le obligaron a dar media vuelta y salir. Afuera volvió a hablar con alguien. Se oían carreras y ruidos de gente que se agrupaba alrededor del recién llegado. Bolívar permaneció rígido, mirando hacia la puerta. Entró de nuevo Ibarra seguido por un oficial en uniforme de servicio, con el rostro cruzado por una delgada cicatriz de color oscuro. Su mirada inquieta recorrió la habitación hasta quedarse detenida en el lecho donde le observaban fijamente. Se presentó poniéndose en posición de firmes.
-Capitán Vicente Arrázola, Excelencia.
-Siéntese Arrázola -le invitó Bolívar sin quitarle la vista de encima. Arrázola siguió en pie, rígido-. ¿Qué noticias nos trae de Bogotá? ¿Cómo están las cosas por allá?
-Muy agitadas, Excelencia, y le traigo nuevas que me temo van a herirle en forma que me siento culpable de ser quien tenga que dárselas.
Los ojos inmensamente abiertos de Bolívar se fijaron en el vacío.
-Ya hay pocas cosas que puedan herirme, Arrázola. Serénese y dígame de qué se trata.
El capitán dudó un instante, intentó hablar, se arrepintió y sacando una carta del portafolio con el escudo de Colombia que traía bajo el brazo, se la alcanzó al Libertador. Éste rasgó el sobre y comenzó a leer unos breves renglones que se veían escritos apresuradamente. En este momento entró en punta de pie el general Mantilla, quien se acercó con los ojos irritados y el rostro pálido. Un gemido de bestia herida partió del catre de campaña sobrecogiéndonos a todos. Bolívar saltó del lecho como un felino y tomando por las solapas al oficial le gritó con voz terrible:
-¡Miserables! ¿Quiénes fueron los miserables que hicieron esto? ¿Quiénes? ¡Dígamelo, se lo ordeno, Arrázola! -y sacudía al oficial con una fuerza inusitada- ¿¡Quién pudo cometer tan estúpido crimen!?
Ibarra y Montilla acudieron a separarlo de Arrázola, quien lo miraba espantado y dolorido. De un manotón logró soltarse de los brazos que lo retenían y se fue tambaleando hacia la silla en donde se derrumbó dándonos la espalda. Tras un momento en que no supimos qué hacer, Montilla nos invitó con un gesto a salir del cuarto y dejar solo al Libertador. Al abandonar la habitación me pareció ver que sus hombros bajaban y subían al impulso de un llanto secreto y desolado.
Cuando salí al patio todos los presentes mostraban una profunda congoja. Me acerqué al general Laurencio Silva, con quien he hecho amistad, y le pregunté lo que pasaba. Me informó que habían asesinado en una emboscada al Gran Mariscal de Ayacucho, don Antonio José de Sucre.
-Es el amigo más estimado del Libertador, a quien quería como a un padre. Por su desinterés en los honores y su modestia, tenía algo de santo y de niño que nos hizo respetarlo siempre y que fuera adorado por la tropa- me explicó mientras pasaba su mano por el rostro en un gesto desesperado. Permanecí toda la tarde en el pie de la Popa. Vagué por corredores y patios hasta cuando, entrada ya la noche, me encontré con el general Montilla, quien en compañía de Silva y del capitán Arrázola me buscaban para invitarme a cenar con ellos.
-No nos deje ahora, coronel -me pidió Montilla- ayúdenos a acompañar al Libertador a quien esta noticia le hará más daño que todos los otros dolores de su vida juntos.
Accedí gustoso y nos sentamos en la mesa que habían servido en un comedor que daba al castillo de San Felipe. La sobremesa se alargó sin que nadie se atreviera a importunar al enfermo. Hacia las once, Ibarra entró en el cuarto con una palmatoria y una taza de té. Permaneció allí un rato y cuando salió nos dijo que el Libertador quería que le hiciéramos un rato de compañía. Lo encontramos tendido en el catre, envuelto completamente en una sábana empapada en el sudor de la fiebre, que le había aumentado en forma alarmante. Su rostro tenía de nuevo esa desencajada expresión de máscara funeraria helénica, los ojos abiertos y hundidos desaparecían en las cuencas, y, a la luz de la vela, sólo se veían en su lugar dos grandes huecos que daban a un vacío que se suponía amargo y sin sosiego según era la expresión de la fina boca entreabierta.
Me acerqué y le manifesté mi pesar por la muerte del Gran Mariscal. Sin contestarme, retuvo un instante mi mano en la suya. Nos sentamos alrededor del catre sin saber qué decir ni cómo alejar al enfermo del dolor que le consumía. Con voz honda y cavernosa, que llenó toda la estancia en sombras, preguntó de pronto dirigiéndose a Silva:
-¿Cuántos años tenía Sucre? ¿Usted recuerda?
-Treinta y cinco, Excelencia. Los cumplió en febrero.
-Y su esposa, ¿está en Colombia?
-No, Excelencia. Le esperaba en Quito. Iba a reunirse con ella.
De nuevo quedaron en silencio un buen rato. Ibarra trajo más té y le hizo tomar al enfermo unas cucharadas que le habían recetado para bajar la temperatura. Bolívar se incorporó en el lecho y le pusimos unos cojines para sostenerlo y que estuviera más cómodo. Iniciábamos una de esas vagas conversaciones de quienes buscan alejarse de un determinado asunto, cuando de repente empezó a hablar un poco para sí mismo y a veces dirigiéndose a mí concretamente:
-Es como si la muerte viniera a anunciarme con este golpe su propósito. Un primer golpe de guadaña para probar el filo de la hoja. Le hubiera usted conocido, Napierski. El calor de su mirada un tanto despistada, su avanzar con los hombros un poco caídos y el cuerpo desgonzado, dando siempre la impresión de cruzar un salón tratando de no ser notado. Y ese gesto suyo de frotar con el dedo cordial el mango de su sable. Su voz chillona y las eses silbadas y huidizas que imitaba tan bien Manuelita haciéndole ruborizar. Sus silencios de tímido. Sus respuestas a veces bruscas, cortantes pero siempre claras y francas... Cómo debió tomarlo por sorpresa la muerte. Cómo se preguntaría con el último aliento de vida, la razón, el porqué del crimen... «Usted y yo moriremos viejos, me dijo una vez en Lima, ya no hay quién nos mate después de lo que hemos pasado»... Siempre iluso, siempre generoso, siempre crédulo, siempre dispuesto a reconocer en las gentes las mejores virtudes, las mismas que él sin notarlo ni proponérselo, cultivaba en sí mismo tan hermosamente... Berruecos... Berruecos... Un paso oscuro en la cordillera. Un monte sombrío con los chillidos de los monos siguiéndonos todo el día. Mala gente esa... Siempre dieron qué hacer. Nunca se nos sumaron abiertamente. Los más humillados quizá, los menos beneficiados por la Corona y por ello los más sumisos, los menos fuertes. ¡Qué poco han valido todos los años de batallar, ordenar, sufrir, gobernar, construir, para terminar acosados por los mismos imbéciles de siempre, los astutos políticos con alma de peluquero y trucos de notario que saben matar y seguir sonriendo y adulando. Nadie ha entendido aquí nada. La muerte se llevó a los mejores, todo queda en manos de los más listos, los más sinuosos que ahora derrochan la herencia ganada con tanto dolor y tanta muerte...
Recostó la cabeza en la almohada. La fiebre le hacía temblar levemente. Volvió a mirar a Ibarra.
-No habrá tal viaje a Francia. Aquí nos quedamos aunque no nos quieran.
Una arcada de náuseas lo dobló sobre el catre. Vomitó entre punzadas que casi le hacían perder el sentido. Una mancha de sangre comenzó a extenderse por las sábanas y a gotear pausadamente en el piso. Con la mirada perdida murmuraba delirante: «Berruecos... Berruecos... ¿Por qué a él?... ¿Por qué así?».
Y se desplomó sin sentido. Alguien fue por el médico quien, después de un examen detenido, se limitó a explicarnos que el enfermo se hallaba al final de sus fuerzas y era aventurado predecir la marcha del mal, cuya identidad no podía diagnosticar.
Me quedé hasta las primeras horas de la madrugada cuando regresé a la fragata. He meditado largamente en mi camarote y acabo de comunicar al capitán mi decisión de quedarme en Cartagena y esperar aquí su regresó de Venezuela, que calcula será dentro de dos meses. Mañana hablaré con mi amigo el general Silva para que me ayude a buscar alojamiento en la ciudad. El calor aumenta y de las murallas viene un olor de frutas en descomposición y de húmeda carroña salobre.
FIN

lunes, 15 de febrero de 2010

La cara de la desgracia. J C Onetti (Comentarios: 25 febrero / Réplica: 28 febrero)

Para Dorotea Muhr – Ignorado perro de la dicha

1

Al atardecer estuve en mangas de camisa, a pesar de la molestia del viento, apoyado en la baranda del hotel, solo. La luz hacía llegar la sombra de mi cabeza hasta el borde del camino de arena entre los arbustos que une la carretera y la playa con el caserío.
La muchacha apareció pedaleando en el camino para perderse en seguida detrás del chalet de techo suizo, vacío, que mantenía el cartel de letras negras, encima del cajón para la correspondencia. Me era imposible no mirar el cartel por lo menos una vez al día; a pesar de su cara castigada por las lluvias, las siestas y el viento del mar, mostraba un brillo perdurable y se hacía ver: Mi descanso.
Un momento después volvió a surgir la muchacha sobre la franja arenosa rodeada por la maleza. Tenía el cuerpo vertical sobre la montura, movía con fácil lentitud las piernas, con tranquila arrogancia las piernas abrigadas con medias grises, gruesas y peludas, erizadas por las pinochas. Las rodillas eran asombrosamente redondas, terminadas, en relación a la edad que mostraba el cuerpo.
Frenó la bicicleta justamente al lado de la sombra de mi cabeza y su pie derecho, apartándose de la máquina, se apoyó para guardar equilibrio pisando en el corto pasto muerto, ya castaño, ahora en la sombra de mi cuerpo. En seguida se apartó el pelo de la frente y me miró. Tenía una tricota oscura, y una pollera rosada. Me miró con calma y atención como si la mano tostada que separaba el pelo de las cejas bastara para esconder su examen.
Calculé que nos separaban veinte metros y menos de treinta años. Descansando en los antebrazos mantuve su mirada, cambié la ubicación de la pipa entre los dientes, continué mirando hacia ella y su pesada bicicleta, los colores de su cuerpo delgado contra el fondo del paisaje de árboles y ovejas que se aplacaba en la tarde.
Repentinamente triste y enloquecido, miré la sonrisa que la muchacha ofrecía al cansancio, el pelo duro y revuelto, la delgada nariz curva que se movía con la respiración, el ángulo infantil en que habían sido impostados los ojos en la cara —y que ya nada tenía que ver con la edad, que había sido dispuesto de una vez por todas y hasta la muerte—, el excesivo espacio que concedían a la esclerótica. Miré aquella luz del sudor y la fatiga que iba recogiendo el resplandor último o primero del anochecer para cubrirse y destacar como una máscara fosforescente en la oscuridad próxima.
La muchacha dejó con suavidad la bicicleta sobre los arbustos y volvió a mirarme mientras sus manos tocaban el talle con los pulgares hundidos bajo el cinturón de la falda. No sé si tenía cinturón; aquel verano todas las muchachas usaban cinturones anchos. Después miró alrededor. Estaba ahora de perfil, con las manos juntas en la espalda, siempre sin senos, respirando aún con curiosa fatiga, la cara vuelta hacia el sitio de la tarde donde iba a caer el sol.
Bruscamente se sentó en el pasto, se quitó las sandalias y las sacudió; uno a uno tuvo los pies desnudos en las manos, refregando los cortos dedos y moviéndolos en el aire. Por encima de sus hombros estrechos le miré agitar los pies sucios y enrojecidos. La vi estirar las piernas, sacar un peine y un espejo del gran bolsillo con monograma colocado sobre el vientre de la pollera. Se peinó descuidada, casi sin mirarme.
Volvió a calzarse y se levantó, estuvo un rato golpeando el pedal con rápidas patadas. Reiterando un movimiento duro y apresurado, giró hacia mí, todavía solo en la baranda, siempre inmóvil, mirándola. Comenzaba a subir el olor de las madreselvas y la luz del bar del hotel estiró manchas pálidas en el pasto, en los espacios de arena y el camino circular para automóviles que rodeaba la terraza.
Era como si nos hubiéramos visto antes, como si nos conociéramos, como si nos hubiéramos guardado recuerdos agradables. Me miró con expresión desafiante mientras su cara se iba perdiendo en la luz escasa; me miró con un desafío de todo su cuerpo desdeñoso, del brillo del níquel de la bicicleta, del paisaje con chalet de techo suizo y ligustros y eucaliptos jóvenes de troncos lechosos. Fue así por un segundo; todo lo que la rodeaba era segregado por ella y su actitud absurda. Volvió a montar y pedaleó detrás de las hortensias, detrás de los bancos vacíos pintados de azul, más rápida entre las filas de coches frente al hotel.

2

Vacié la pipa y estuve mirando la muerte del sol entre los árboles. Sabía ya, y tal vez demasiado, qué era ella. Pero no quería nombrarla. Pensaba en lo que me estaba esperando en la pieza del hotel hasta la hora de la comida. Traté de medir mi pasado y mi culpa con la vara que acababa de descubrir: la muchacha delgada y de perfil hacia el horizonte, su edad corta e imposible, los pies sonrosados que una mano había golpeado y oprimido.
Junto a la puerta del dormitorio encontré un sobre de la gerencia con la cuenta de la quincena. Al recogerlo me sorprendí a mí mismo agachado, oliendo el perfume de las madreselvas que ya tanteaba en el cuarto, sintiéndome expectante y triste, sin causa nueva que pudiera señalar con el dedo. Me ayudé con un fósforo para releer el Avis aux passagers enmarcado en la puerta y encendí de nuevo la pipa. Estuve muchos minutos lavándome las manos, jugando con el jabón, y me miré en el espejo del lavatorio, casi a oscuras, hasta que pude distinguir la cara delgada y blanca —tal vez la única blanca entre los pasajeros del hotel—, mal afeitada. Era mi cara y los cambios de los últimos meses no tenían verdadera importancia. Alguno pasó por el jardín cantando a media voz. La costumbre de jugar con el jabón, descubrí, había nacido con la muerte de Julián, tal vez en la misma noche del velorio.
Volví al dormitorio y abrí la valija después de sacarla con el pie de abajo de la cama. Era un rito imbécil, era un rito; pero acaso resultara mejor para todos que yo me atuviera fielmente a esta forma de la locura hasta gastarla o ser gastado. Busqué sin mirar, aparté ropas y dos pequeños libros, obtuve por fin el diario doblado. Conocía la crónica de memoria; era la más justa, la más errónea y respetuosa entre todas las publicadas. Acerqué el sillón a la luz y estuve mirando sin leer el título negro a toda página, que empezaba a desteñir: Se suicida cajero prófugo. Debajo la foto, las manchas grises que formaban la cara de un hombre mirando al mundo con expresión de asombro, la boca casi empezando a sonreír bajo el bigote de puntas caídas. Recordé la esterilidad de haber pensado en la muchacha, minutos antes, como en la posible inicial de alguna frase cualquiera que resonara en un ámbito distinto. Este, el mío, era un mundo particular, estrecho, insustituible. No cabían allí otra amistad, presencia o diálogo que los que pudieran segregarse de aquel fantasma de bigotes lánguidos. A veces me permitía, él, elegir entre Julián o El Cajero Prófugo.
Cualquiera acepta que puede influir, o haberlo hecho, en el hermano menor. Pero Julián me llevaba —hace un mes y unos días— algo más de cinco años. Sin embargo, debo escribir sin embargo. Pude haber nacido, y continuar viviendo, para estropear su condición de hijo único; pude haberlo obligado, por medio de mis fantasías, mi displicencia y mi tan escasa responsabilidad, a convertirse en el hombre que llegó a ser: primero en el pobre diablo orgulloso de un ascenso, después en el ladrón. También, claro, en el otro, en el difunto relativamente joven que todos miramos pero que sólo yo podía reconocer como hermano.
¿Qué me queda de él? Una fila de novelas policiales, algún recuerdo de infancia, ropas que no puedo usar porque me ajustan y son cortas. Y la foto en el diario bajo el largo título. Despreciaba su aceptación de la vida; sabía que era un solterón por falta de ímpetu; pasé tantas veces, y casi siempre vagando, frente a la peluquería donde lo afeitaban diariamente. Me irritaba su humildad y me costaba creer en ella. Estaba enterado de que recibía a una mujer, puntualmente, todos los viernes. Era muy afable, incapaz de molestar, y desde los treinta años le salía del chaleco olor a viejo. Olor que no puede definirse, que se ignora de qué proviene. Cuando dudaba, su boca formaba la misma mueca que la de nuestra madre. Libre de él, jamás hubiera llegado a ser mi amigo, jamás lo habría elegido o aceptado para eso. Las palabras son hermosas o intentan serlo cuando tienden a explicar algo. Todas estas palabras son, por nacimiento, disconformes e inútiles. Era mi hermano.
Arturo silbó en el jardín, trepó la baranda y estuvo en seguida dentro del cuarto, vestido con una salida, sacudiendo arena de la cabeza mientras cruzaba hasta el baño. Lo vi enjuagarse en la ducha y escondí el diario entre la pierna y el respaldo del sillón. Pero le oí gritar:
—Siempre el fantasma.
No contesté y volví a encender la pipa. Arturo vino silbando desde la bañadera y cerró la puerta que daba sobre la noche. Tirado en una cama, se puso la ropa interior y continuó vistiéndose.
—Y la barriga sigue creciendo —dijo—. Apenas si almorcé, estuve nadando hasta el espigón. Y el resultado es que la barriga sigue creciendo. Habría apostado cualquier cosa a que, de entre todos los hombres que conozco, a vos no podría pasarte esto. Y te pasa, y te pasa en serio. ¿Hace como un mes, no?
—Sí. Veintiocho días.
—Y hasta los tenés contados —siguió Arturo—. Me conoces bien. Lo digo sin desprecio. Veintiocho días que ese infeliz se pegó un tiro y vos, nada menos que vos, jugando al remordimiento. Como una solterona histérica. Porque las hay distintas. Es de no creer.
Se sentó en el borde de la cama para secarse los pies y ponerse los calcetines.
—Sí —dije yo—. Si se pegó un tiro era, evidentemente, poco feliz. No tan feliz, por lo menos, como vos en este momento.
—Hay que embromarse —volvió Arturo—. Como si vos lo hubieras matado. Y no vuelvas a preguntarme... —Se detuvo para mirarse en el espejo— no vuelvas a preguntarme si en algún lugar de diez y siete dimensiones vos resultas el culpable de que tu hermano se haya pegado un tiro.
Encendió un cigarrillo y se extendió en la cama. Me levanté, puse un almohadón sobre el diario tan rápidamente envejecido y empecé a pasearme por el calor del cuarto.
—Como te dije, me voy esta noche —dijo Arturo—. ¿Qué pensás hacer?
—No sé —repuse suavemente, desinteresado—. Por ahora me quedo. Hay verano para tiempo.
Oí suspirar a Arturo y escuché cómo se transformaba su suspiro en un silbido de impaciencia. Se levantó, tirando el cigarrillo al baño.
—Sucede que mi deber moral me obliga a darte unas patadas y llevarte conmigo. Sabes que allá es distinto. Cuando estés bien borracho, a la madrugada, bien distraído, todo se acabó.
Alcé los hombros, sólo el izquierdo, y reconocí un movimiento que Julián y yo habíamos heredado sin posibilidad de elección.
—Te hablo otra vez —dijo Arturo, poniéndose un pañuelo en el bolsillo del pecho—. Te hablo, te repito, con un poco de rabia y con el respeto a que me referí antes. ¿Vos le dijiste al infeliz de tu hermano que se pegara un tiro para escapar de la trampa? ¿Le dijiste que comprara pesos chilenos para cambiarlos por liras y las liras por francos y los francos por coronas bálticas y las coronas por dólares y los dólares por libras y las libras por enaguas de seda amarilla? No, no muevas la cabeza. Caín en el fondo de la cueva. Quiero un sí o un no. A pesar de que no necesito respuesta. ¿Le aconsejaste, y es lo único que importa, que robara? Nunca jamás. No sos capaz de eso. Te lo dije muchas veces. Y no vas a descubrir si es un elogio o un reproche. No le dijiste que robara. ¿Y entonces?
Volví a sentarme en el sillón.
—Ya hablamos de todo eso y todas las veces. ¿Te vas esta noche?
—Claro, en el ómnibus de las nueve y nadie sabe cuánto. Me quedan cinco días de licencia y no pienso seguir juntando salud para regalársela a la oficina.
Arturo eligió una corbata y se puso a anudarla.
—Es que no tiene sentido —dijo otra vez frente al espejo—. Yo, admito que alguna vez me encerré con un fantasma. La experiencia siempre acabó mal. Pero con tu hermano, como estás haciendo ahora... Un fantasma con bigotes de alambre. Nunca. El fantasma no sale de la nada, claro. En esta ocasión salió de la desgracia. Era tu hermano, ya sabemos. Pero ahora es el fantasma de cooperativa con bigotes de general ruso...
—¿El último momento en serio? —pregunté en voz baja; no lo hice pidiendo nada: sólo quería cumplir y hasta hoy no sé con quién o con qué.
—El último momento —dijo Arturo.
—Veo bien la causa. No le dije, ni la sombra de una insinuación, que usara el dinero de la cooperativa para el negocio de los cambios. Pero cuando le expliqué una noche, sólo por animarlo, o para que su vida fuera menos aburrida, para mostrarle que había cosas que podían ser hechas en el mundo para ganar dinero y gastarlo, aparte de cobrar el sueldo a fin de mes...
—Conozco —dijo Arturo, sentándose en la cama con un bostezo—. Nadé demasiado, ya no estoy para hazañas. Pero era el último día. Conozco toda la historia. Explicame ahora, y te aviso que se acaba el verano, qué remediás con quedarte encerrado aquí. Explicame qué culpa tenés si el otro hizo un disparate.
—Tengo una culpa —murmuré con los ojos entornados, la cabeza apoyada en el sillón; pronuncié las palabras tardas y aisladas—. Tengo la culpa de mi entusiasmo, tal vez de mi mentira. Tengo la culpa de haberle hablado a Julián, por primera vez, de una cosa que no podemos definir y se llama el mundo. Tengo la culpa de haberle hecho sentir —no digo creer— que, si aceptaba los riesgos, eso que llamé el mundo sería para él.
—¿Y qué? —dijo Arturo, mirándose desde lejos el peinado en el espejo—. Hermano. Todo eso es una idiotez complicada. Bueno, también la vida es una idiotez complicada. Algún día de estos se te pasará el período; anda entonces a visitarme. Ahora vestite y vamos a tomar unas copas antes de comer. Tengo que irme temprano. Pero, antes que lo olvide, quiero dejarte un último argumento. Tal vez sirva para algo.
Me tocó un hombro y me buscó los ojos.
—Escúchame —dijo—. En medio de toda esta complicada, feliz idiotez, ¿Julián, tu hermano, usó correctamente el dinero robado, lo empleó aceptando la exactitud de los disparates que le estuviste diciendo?
—¿El? —me levanté con asombro—. Por favor. Cuando vino a verme ya no había nada que hacer. Al principio, estoy casi seguro, compró bien. Pero se asustó en seguida e hizo cosas increíbles. Conozco muy poco de los detalles. Fue algo así como una combinación de títulos con divisas, de rojo y negro con caballos de carrera.
—¿Ves? —dijo Arturo asintiendo con la cabeza—. Certificado de irresponsabilidad. Te doy cinco minutos para vestirte y meditar. Te espero en el mostrador.

3

Tomamos unas copas mientras Arturo se empeñaba en encontrar en la billetera la fotografía de una mujer.
—No está —dijo por fin—. La perdí. La foto, no la mujer. Quería mostrártela porque tiene algo inconfundible que pocos le descubren. Y antes de quedarte loco vos entendías de esas cosas.
Y estaban, pensaba yo, los recuerdos de infancia que irían naciendo y aumentando en claridad durante los días futuros, semanas o meses. Estaba también la tramposa, tal vez deliberada, deformación de los recuerdos. Estaría, en el mejor de los casos, la elección no hecha por mí. Tendría que vernos. fugazmente o en pesadillas, vestidos con trajes ridículos, jugando en un jardín húmedo o pegándonos en un dormitorio. Él era mayor pero débil. Había sido tolerante y bueno, aceptaba cargar con mis culpas, mentía dulcemente sobre las marcas en la cara que le dejaban mis golpes, sobre una taza rota, sobre una llegada tarde. Era extraño que todo aquello no hubiera empezado aún, durante el mes de vacaciones de otoño en la playa; acaso, sin proponérmelo, yo estuviera deteniendo el torrente con las crónicas periodísticas y la evocación de las dos últimas noches. En una Julián estaba vivo, en la siguiente muerto. La segunda noche no tenía importancia y todas sus interpretaciones habían sido despistadas.
Era su velorio, empezaba a colgarle la mandíbula, la venda de la cabeza envejeció y se puso amarilla mucho antes del amanecer. Yo estaba muy ocupado ofreciendo bebidas y comparando la semejanza de las lamentaciones. Con cinco años más que yo, Julián había pasado tiempo atrás de los cuarenta. No había pedido nunca nada importante a la vida; tal vez, sí, que lo dejaran en paz. Iba y venía, como desde niño, pidiendo permiso. Esta permanencia en la tierra, no asombrosa pero sí larga, prolongada por mí, no le había servido, siquiera, para darse a conocer. Todos los susurrantes y lánguidos bebedores de café o whisky coincidían en juzgar y compadecer el suicidio como un error. Porque con un buen abogado, con el precio de un par de años en la cárcel... Y, además, para todos resultaba desproporcionado y grotesco el final, que empezaban a olisquear, en relación al delito. Yo daba las gracias y movía la cabeza; después me paseaba entre el vestíbulo y la cocina, cargando bebidas o copas vacías. Trataba de imaginar, sin dato alguno, la opinión de la mujerzuela barata que visitaba a Julián todos los viernes o todos los lunes, días en que escasean los clientes. Me preguntaba sobre la verdad invisible, nunca exhibida, de sus relaciones. Me preguntaba cuál sería el juicio de ella, atribuyéndole una inteligencia imposible. Qué podría pensar ella, que sobrellevaba la circunstancia de ser prostituta todos los días, de Julián, que aceptó ser ladrón durante pocas semanas pero no pudo, como ella, soportar que los imbéciles que ocupan y forman el mundo, conocieran su falla. Pero no vino en toda la noche o por lo menos no distinguí una cara, una insolencia, un perfume, una humildad que pudieran serle atribuidos.
Sin moverse del taburete del mostrador, Arturo había conseguido el pasaje y el asiento para el ómnibus. Nueve y cuarenta y cinco.
—Hay tiempo de sobra. No puedo encontrar la foto. Hoy es inútil seguirte hablando. Otra vuelta, mozo.
Ya dije que la noche del velorio no tenía importancia. La anterior es mucho más corta y difícil. Julián pudo haberme esperado en el corredor del departamento. Pero ya pensaba en la policía y eligió dar vueltas bajo la lluvia hasta que pudo ver luz en mi ventana. Estaba empapado —era un hombre nacido para usar paraguas y lo había olvidado— y estornudó varias veces, con disculpa, con burla, antes de sentarse cerca de la estufa eléctrica, antes de usar mi casa. Todo Montevideo conocía la historia de la Cooperativa y por lo menos la mitad de los lectores de diarios deseaba, distraídamente, que no se supiera más del cajero.
Pero Julián no había aguantado una hora y media bajo la lluvia para verme, despedirse con palabras y anunciarme el suicidio. .Tomamos unas copas. El aceptó el alcohol sin alardes, sin oponerse:
—Total ahora... —murmuró casi riendo, alzando un hombro.
Sin embargo, había venido para decirme adiós a su manera. Era inevitable el recuerdo, pensar en nuestros padres, en la casa quinta de la infancia, ahora demolida. Se enjugó los largos bigotes y dijo con preocupación:
—Es curioso. Siempre pensé que tú sabías y yo no. Desde chico. Y no creo que se trate de un problema de carácter o de inteligencia. Es otra cosa. Hay gente que se acomoda instintivamente en el mundo. Tú sí y yo no. Siempre me faltó la fe necesaria —se acariciaba las mandíbulas sin afeitar—. Tampoco se trata de que yo haya tenido que ajustar conmigo deformaciones o vicios. No había handicap; por lo menos nunca lo conocí.
Se detuvo y vació el vaso. Mientras alzaba la cabeza, esa que hoy miro diariamente desde hace un mes en la primera página de un periódico, me mostró los dientes sanos y sucios de tabaco.
—Pero —siguió mientras se ponía de pie— tu combinación era muy buena. Debiste regalársela a otro. El fracaso no es tuyo.
—A veces resultan y otras no —dije—. No vas a salir con esta lluvia. Podes quedarte aquí para siempre, todo el tiempo que quieras.
Se apoyó en el respaldo de un sillón y estuvo burlándose sin mirarme.
—Con esta lluvia. Para siempre. Todo el tiempo —se me acercó y me tocó un brazo—. Perdón. Habrá molestias. Siempre hay molestias.
Ya se había ido. Me estuvo diciendo adiós con su presencia siempre acurrucada, con los cuidados bigotes bondadosos, con la alusión a todo lo muerto y disuelto que la sangre, no obstante, era y es capaz de hacer durante un par de minutos.
Arturo estaba hablando de estafas en las carreras de caballos. Miró el reloj y pidió al barman la última copa.
—Pero con más gin, por favor —dijo.
Entonces, sin escuchar, me sorprendí vinculando a mi hermano muerto con la muchacha de la bicicleta. De él no quise recordar la infancia ni la pasiva bondad; sino, absolutamente, nada más que la empobrecida sonrisa, la humilde actitud del cuerpo durante nuestra última entrevista. Si podía darse ese nombre a lo que yo permití que ocurriera entre nosotros cuando vino empapado a mi departamento para decirme adiós de acuerdo a su ceremonial propio.
Nada sabía yo de la muchacha de la bicicleta. Pero entonces, repentinamente, mientras Arturo hablaba de Ever Perdomo o de la mala explotación del turismo, sentí que me llegaba hasta la garganta una ola de la vieja, injusta, casi siempre equivocada piedad. Lo indudable era que yo la quería y deseaba protegerla. No podía adivinar de qué o contra qué. Buscaba, rabioso, cuidarla de ella misma y de cualquier peligro. La había visto insegura y en reto, la había mirado alzar una ensoberbecida cara de desgracia. Esto puede durar pero siempre se paga de prematuro, desproporcionado. Mi hermano había pagado su exceso de sencillez. En el caso de la muchacha —que tal vez no volviera nunca a ver— las deudas eran distintas. Pero ambos, por tan diversos caminos, coincidían en una deseada aproximación a la muerte, a la definitiva experiencia. Julián, no siendo; ella, la muchacha de la bicicleta, buscando serlo todo y con prisas.
— Pero —dijo Arturo—, aunque te demuestren que todas las carreras están arregladas, vos seguís jugando igual. Mira: ahora que me voy parece que va a llover.
—Seguro —contesté, y pasamos al comedor. La vi en seguida.
Estaba cerca de una ventana, respirando el aire tormentoso de la noche, con un montón de pelo oscuro y recio movido por el viento sobre la frente y los ojos; con zonas de pecas débiles —ahora, bajo el tubo de luz insoportable del comedor— en las mejillas y la nariz, mientras los ojos infantiles y acuosos miraban distraídos la sombra del cielo o las bocas de sus compañeros de mesa; con los flacos y fuertes brazos desnudos frente a lo que podía aceptarse como un traje de noche amarillo, cada hombro protegido por una mano.
Un hombre viejo estaba sentado junto a ella y conversaba con la mujer que tenía enfrente, joven, de espalda blanca y carnosa vuelta hacia nosotros, con una rosa silvestre en el peinado, sobre la oreja. Y al moverse, el pequeño círculo blanco de la flor entraba y salía del perfil distraído de la muchacha. Cuando la mujer reía, echando la cabeza hacia atrás, brillante la piel de la espalda, la cara de la muchacha quedaba abandonada contra la noche.
Hablando con Arturo, miraba la mesa, traté de adivinar de dónde provenía su secreto, su sensación de cosa extraordinaria. Deseaba quedarme para siempre en paz junto a la muchacha y cuidar de su vida. La vi fumar con el café, los ojos clavados ahora en la boca lenta del hombre viejo. De pronto me miró como antes en el sendero, con los mismos ojos calmos y desafiantes, acostumbrados a contemplar o suponer el desdén. Con una desesperación inexplicable estuve soportando los ojos de la muchacha, revolviendo los míos contra la cabeza juvenil, larga y noble; escapando del inaprehensible secreto para escarbar en la tormenta nocturna, para conquistar la intensidad del cielo y derramarla, imponerla en aquel rostro de niña que me observaba inmóvil e inexpresivo. El rostro que dejaba fluir, sin propósito, sin saberlo, contra mi cara seria y gastada de hombre, la dulzura y la humildad adolescente de las mejillas violáceas y pecosas.
Arturo sonreía fumando un cigarrillo.
—¿Tú también, Bruto? —preguntó.
—¿Yo también qué?
—La niña de la bicicleta, la niña de la ventana. Si no tuviera que irme ahora mismo...
—No entiendo.
—Esa, la del vestido amarillo. ¿No la habías visto antes?
—Una vez. Esta tarde, desde la baranda. Antes que volvieras de la playa.
—El amor a primera vista —asintió Arturo—. Y la juventud intacta, la experiencia cubierta de cicatrices. Es una linda historia. Pero, lo confieso, hay uno que la cuenta mejor. Esperá.
El mozo se acercó para recoger los platos y la frutera.
—¿Café? —preguntó. Era pequeño, con una oscura cara de mono.
—Bueno —sonrió Arturo—; eso que llaman café. También le dicen señorita a la muchacha de amarillo junto a la ventana. Mi amigo está muy curioso; quiere saber algo sobre las excursiones nocturnas de la nena.
Me desabroché el saco y busqué los ojos de la muchacha. Pero ya su cabeza se había vuelto a un lado y la manga negra del hombre anciano cortaba en diagonal el vestido amarillo. En seguida el peinado con flor de la mujer se inclinó, cubriendo la cara pecosa. Sólo quedó de la muchacha algo del pelo retinto, metálico en la cresta que recibía la luz. Yo recordaba la magia de los labios y la mirada; magia es una palabra que no puedo explicar, pero que escribo ahora sin remedio, sin posibilidad de sustituirla.
—Nada malo —proseguía Arturo con el mozo—. El señor, mi amigo, se interesa por el ciclismo. Decime. ¿Qué sucede de noche cuando papi y may, si son, duermen?
El mozo se balanceaba sonriendo, la frutera vacía a la altura de un hombro.
—Y nada —dijo por fin—. Es sabido. A medianoche la señorita sale en bicicleta; a veces va al bosque, otras a las dunas —había logrado ponerse serio y repetía sin malicia—: Qué le voy a decir. No sé nada más, aunque se diga. Nunca estuve mirando. Que vuelve despeinada y sin pintura. Que una noche me tocaba guardia y la encontré y me puso diez pesos en la mano. Los muchachos ingleses que están en el Atlantic hablan mucho. Pero yo no digo nada porque no vi.
Arturo se rió, golpeando una pierna del mozo.
—Ahí tenés— dijo, como si se tratara de una victoria.
—Perdone —pregunté al mozo—. ¿Qué edad puede tener?
—¿La señorita?
—A veces, esta tarde, me hacía pensar en una criatura; ahora parece mayor.
—De eso sé con seguridad, señor —dijo el mozo—. Por los libros tiene quince, los cumplió aquí hace unos días. Entonces, ¿dos cafés? —se inclinó antes de marcharse.
Yo trataba de sonreír bajo la mirada alegre de Arturo; la mano con la pipa me temblaba en la esquina del mantel.
—En todo caso —dijo Arturo—, resulte o no resulte, es un plan de vida más interesante que vivir encerrado con un fantasma bigotudo.
Al dejar la mesa la muchacha volvió a mirarme, desde su altura ahora, una mano todavía enredada en la servilleta, fugazmente, mientras el aire de la ventana le agitaba los pelos rígidos de la frente y yo dejaba de creer en lo que había contado el mozo y Arturo aceptaba.
En la galería, con la valija y el abrigo en el brazo, Arturo me golpeó el hombro.
—Una semana y nos vernos. Caigo por el Jauja y te encuentro en una mesa saboreando la flor de la sabiduría. Bueno, largos paseos en bicicleta.
Saltó al jardín y fue hacia el grupo de coches estacionados frente a la terraza. Cuando Arturo cruzó las luces encendí la pipa, me apoyé en la baranda y olí el aire. La tormenta parecía lejana. Volví al dormitorio y estuve tirado en la cama, escuchando la música que llegaba interrumpida desde el comedor del hotel, donde tal vez hubieran empezado ya a bailar. Encerré en la mano el calor de la pipa y fui resbalando en un lento sueño, en un mundo engrasado y sin aire, donde había sido condenado a avanzar, con enorme esfuerzo y sin deseos, boquiabierto, hacia la salida donde dormía la intensa luz indiferente de la mañana, inalcanzable.
Desperté sudando y fui a sentarme nuevamente en el sillón. Ni Julián ni los recuerdos infantiles habían aparecido en la pesadilla. Dejé el sueño olvidado en la cama, respiré el aire de tormenta que entraba por la ventana, con el olor a mujer, lerdo y caliente. Casi sin moverme arranqué el papel de abajo de mi cuerpo y miré el título, la desteñida foto de Julián. Dejé caer el diario, me puse un impermeable, apagué la luz del dormitorio y salté desde la baranda hasta la tierra blanda del jardín. El viento formaba eses gruesas y me rodeaba la cintura. Elegí cruzar el césped hasta pisar el pedazo de arena donde había estado sentada la muchacha en la tarde. Las medias grises acribilladas por las pinochas, luego los pies desnudos en las manos, las escasas nalgas achatadas contra el suelo. El bosque estaba a mi izquierda, los médanos a la derecha; todo negro y el viento golpeándome ahora la cara. Escuché pasos y vi en seguida la luminosa sonrisa del mozo, la cara de mono junto a mi hombro.
—Mala suerte —dijo el mozo—. Lo dejó.
Quería golpearlo pero sosegué en seguida las manos que arañaban dentro de los bolsillos del impermeable y estuve jadeando hacia el ruido del mar, inmóvil, los ojos entornados, resuelto y con lástima por mí mismo.
—Debe hacer diez minutos que salió —continuó el mozo. Sin mirarlo, supe que había dejado de sonreír y torcía su cabeza hacia la izquierda—. Lo que puede hacer ahora es esperarla a la vuelta. Si le da un buen susto...
Desabroché lentamente el impermeable, sin volverme; saqué un billete del bolsillo del pantalón y se lo pasé al mozo. Esperé hasta no oír los pasos del mozo que iban hacia el hotel. Luego incliné la cabeza, los pies afirmados en la tierra elástica y el pasto donde había estado ella, envasado en aquel recuerdo, el cuerpo de la muchacha y sus movimientos en la remota tarde, protegido de mí mismo y de mi pasado por una ya imperecedera atmósfera de creencia y esperanza sin destino, respirando en el aire caliente donde todo estaba olvidado.

4

La vi de pronto, bajo la exagerada luna de otoño. Iba sola por la orilla, sorteando las rocas y los charcos brillantes y crecientes, empujando la bicicleta, ahora sin el cómico vestido amarillo, con pantalones ajustados y una chaqueta de marinero. Nunca la había visto con esas ropas y su cuerpo y sus pasos no habían tenido tiempo de hacérseme familiares. Pero la reconocí en seguida y crucé la playa casi en línea recta hacia ella.
—Noches —dije.
Un rato después se volvió para mirarme la cara; se detuvo e hizo girar la bicicleta hacia el agua. Me miró un tiempo con atención y ya tenía algo solitario y desamparado cuando volví a saludarla. Ahora me contestó. En la playa desierta la voz le chillaba como un pájaro. Era una voz desapacible y ajena, tan separada de ella, de la hermosa cara triste y flaca; era como si acabara de aprender un idioma, un tema de conversación en lengua extranjera. Alargué un brazo para sostener la bicicleta. Ahora yo estaba mirando la luna y ella protegida por la sombra.
—¿Para dónde iba? —dije y agregué—: Criatura.
—Para ningún lado —sonó trabajosa la voz extraña—. Siempre me gusta pasear de noche por la playa.
Pensé en el mozo, en los muchachos ingleses del Atlantic; pensé en todo lo que había perdido para siempre, sin culpa mía, sin ser consultado.
—Dicen... —dije. El tiempo había cambiado: ni frío ni viento. Ayudando a la muchacha a sostener la bicicleta en la arena al borde del ruido del mar, tuve una sensación de soledad que nadie me había permitido antes; soledad, paz y confianza.
—Si usted no tiene otra cosa que hacer, dicen que hay, muy cerca, un barco convertido en bar y restaurante.
La voz dura repitió con alegría inexplicable:
—Dicen que hay muy cerca un barco convertido en bar y restaurante.
La oí respirar con fatiga; después agregó:
—No, no tengo nada que hacer. ¿Es una invitación? ¿Y así, con esta ropa?
—Es. Con esa ropa.
Cuando dejó de mirarme le vi la sonrisa; no se burlaba, parecía feliz y poco acostumbrada a la felicidad.
—Usted estaba en la mesa de al lado con su amigo. Su amigo se fue esta noche. Pero se me pinchó una goma en cuanto salí del hotel.
Me irritó que se acordara de Arturo; le quité el manubrio de las manos y nos pusimos a caminar junto a la orilla, hacia el barco.
Dos o tres veces dije una frase muerta; pero ella no contestaba. Volvían a crecer el calor y el aire de tormenta. Sentí que la chica entristecía a mi lado; espié sus pasos tenaces, la decidida verticalidad del cuerpo, las nalgas de muchacho que apretaba el pantalón ordinario.
El barco estaba allí, embicado y sin luces.
—No hay barco, no hay fiesta —dije—. Le pido perdón por haberla hecho caminar tanto y para nada.
Ella se había detenido para mirar el carguero ladeado bajo la luna. Estuvo un rato así, las manos en la espalda como sola, como si se hubiera olvidado de mí y de la bicicleta. La. luna bajaba hacia el horizonte de agua o ascendía de allí. De pronto la muchacha se dio vuelta y vino hacia mí; no dejé caer la bicicleta. Me tomó la cara entre las manos ásperas y la fue moviendo hasta colocarla en la luz.
—Qué —roncó—. Hablaste. Otra vez.
Casi no podía verla pero la recordaba. Recordaba muchas otras cosas a las que ella, sin esfuerzo, servía de símbolo. Había empezado a quererla y la tristeza comenzaba a salir de ella y derramarse sobre mí.
—Nada —dije—. No hay barco, no hay fiesta.
—No hay fiesta —dijo otra vez, ahora columbré la sonrisa en la sombra, blanca y corta como la espuma de las pequeñas olas que llegaban hasta pocos metros de la orilla. Me besó de golpe; sabía besar y la sentí la cara caliente, húmeda de lágrimas. Pero no solté la bicicleta.
—No hay fiesta— dijo otra vez, ahora con la cabeza inclinada, oliéndome el pecho. La voz era más confusa, casi gutural—. Tenía que verte la cara —de nuevo me la alzó contra la luna—. Tenía que saber que no estaba equivocada. ¿Se entiende?
—Sí —mentí; y entonces ella me sacó la bicicleta de las manos, montó e hizo un gran círculo sobre la arena húmeda.
Cuando estuvo a mi lado se apoyó con una mano en mi nuca y volvimos hacia el hotel. Nos apartamos de las rocas y desviamos hacia el bosque. No lo hizo ella ni lo hice yo. Se detuvo junto a los primeros pinos y dejó caer la bicicleta.
—La cara. Otra vez. No quiero que te enojes —suplicó.
Dócilmente miré hacia la luna, hacia las primeras nubes que aparecían en el cielo.
—Algo —dijo con su extraña voz—. Quiero que digas algo. Cualquier cosa.
Me puso una mano en el pecho y se empinó para acercar los ojos de niña a mi boca.
—Te quiero. Y no sirve. Y es otra manera de la desgracia —dije después de un rato, hablando casi con la misma lentitud que ella.
Entonces la muchacha murmuró "pobrecito” como si fuera mi madre, con su rara voz, ahora tierna y vindicativa, y empezamos a enfurecer y besarnos. Nos ayudamos a desnudarla en lo imprescindible y tuve de pronto dos cosas que no había merecido nunca: su cara doblegada por el llanto y la felicidad bajo la luna, la certeza desconcertante de que no habían entrado antes en ella.
Nos sentamos cerca del hotel sobre la humedad de las rocas. La luna estaba cubierta. Ella se puso a tirar piedritas; a veces caían en el agua con un ruido exagerado; otras, apenas se apartaban de sus pies. No parecía notarlo.
Mi historia era grave y definitiva. Yo la contaba con una seria voz masculina, resuelto con furia a decir la verdad, despreocupado de que ella creyera o no.
Todos los hechos acababan de perder su sentido y sólo podrían tener, en adelante, el sentido que ella quisiera darles. Hablé, claro, de mi hermano muerto; pero ahora, desde aquella noche, la muchacha se había convertido —retrocediendo para clavarse como una larga aguja en los días pasados— en el tema principal de mi cuento. De vez en cuando la oía moverse y decirme que sí con su curiosa voz mal formada. También era forzoso aludir a los años que nos separaban, apenarse con exceso, fingir una desolada creencia en el poder de la palabra imposible, mostrar un discreto desánimo ante las luchas inevitables. No quise hacerle preguntas y las afirmaciones de ella, no colocadas siempre en la pausa exacta, tampoco pedían confesiones. Era indudable que la muchacha me había liberado de Julián, y de muchas otras ruinas y escorias que la muerte de Julián representaba y había traído a la superficie; era indudable que yo, desde una media hora atrás, la necesitaba y continuaría necesitándola.
La acompañé hasta cerca de la puerta del hotel y nos separamos sin decirnos nuestros nombres. Mientras se alejaba creí ver que las dos cubiertas de la bicicleta estaban llenas de aire. Acaso me hubiera mentido en aquello pero ya nada tenía importancia. Ni siquiera la vi entrar en el hotel y yo mismo pasé en la sombra, de largo, frente a la galería que comunicaba con mi habitación; seguí trabajosamente hacia los médanos, deseando no pensar en nada, por fin, y esperar la tormenta.
Caminé hacia las dunas y luego, ya lejos, volví en dirección al monte de eucaliptos. Anduve lentamente entre los árboles, entre el viento retorcido y su lamento, bajo los truenos que amenazaban elevarse del horizonte invisible, cerrando los ojos para defenderlos de los picotazos de la arena en la cara. Todo estaba oscuro y —como tuve que contarlo varias veces después— no divisé un farol de bicicleta, suponiendo que alguien los usara en la playa, ni siquiera el punto de brasa de un cigarrillo de alguien que caminara o descansase sentado en la arena, sobre las hojas secas, apoyado en un tronco, con las piernas recogidas, cansado, húmedo, contento. Ese había sido yo; y aunque no sabía rezar, anduve dando ¡as gracias, negándome a la aceptación, incrédulo.
Estaba ahora al final de los árboles, a cien metros del mar y frente a las dunas. Sentía heridas las manos y me detuve para chuparlas. Caminé hacia el ruido del mar hasta pisar la arena húmeda de la orilla. No vi, repito, ninguna luz, ningún movimiento, en la sombra; no escuché ninguna voz que partiera o deformara el viento.
Abandoné la orilla y empecé a subir y bajar las dunas, resbalando en la arena fría que me entraba chisporroteante en los zapatos, apartando con las piernas los arbustos, corriendo casi, rabioso y con una alegría que me había perseguido durante años y ahora me daba alcance, excitado como si no pudiera detenerme nunca, riendo en el interior de la noche ventosa, subiendo y bajando a la carrera las diminutas montañas, cayendo de rodillas y aflojando el cuerpo hasta poder respirar sin dolor, la cara doblada hacia la tormenta que venía del agua. Después fue como si también me dieran caza todos los desánimos y las renuncias; busqué durante horas, sin entusiasmo, el camino de regreso al hotel. Entonces me encontré con el mozo y repetí el acto de no hablarle, de ponerle diez pesos en la mano. El hombre sonrió y yo estaba lo bastante cansado como para creer que había entendido, que todo el mundo entendía y para siempre.
Volví a dormir medio vestido en la cama como en la arena, escuchando la tormenta que se había resuelto por fin, golpeado por los truenos, hundiéndome sediento en el ruido colérico de la lluvia.

5

Había terminado de afeitarme cuando escuché en el vidrio de la puerta que daba a la baranda el golpe de los dedos. Era muy temprano; supe que las uñas de los dedos eran largas y estaban pintadas con ardor. Sin dejar la toalla, abrí la puerta; era fatal, allí estaba.
Tenía el pelo teñido de rubio y acaso a los veinte años hubiera sido rubia; llevaba un traje sastre de cheviot que los días y los planchados le habían apretado contra el cuerpo y un paraguas verde, con mango de marfil, tal vez nunca abierto. De las tres cosas, dos le había adivinado yo —o supuesto sin error— a lo largo de la vida y en el velorio de mi hermano.
— Betty —dijo al volverse, con la mejor sonrisa que podía mostrar.
Fingí no haberla visto nunca, no saber quién era. Se trataba, apenas, de una manera del piropo, de una forma retorcida de la delicadeza que ya no me interesaba.
Esta era, pensé, ya no volverá a serlo, la mujer que yo distinguía borrosa detrás de los vidrios sucios de un café de arrabal, tocándole los dedos a Julián en los largos prólogos de los viernes o los lunes.
—Perdón —dijo— por venir de tan lejos a molestarlo y a esta hora. Sobre todo en estos momentos en que usted, como el mejor de los hermanos de Julián... Hasta ahora mismo, le juro, no puedo aceptar que esté muerto.
La luz de la mañana la avejentaba y debió parecer otra cosa en el departamento de Julián, incluso en el café. Yo había sido, hasta el fin, el único hermano de Julián; ni mejor ni peor. Estaba vieja y parecía fácil aplacarla. Tampoco yo, a pesar de todo lo visto y oído, a pesar del recuerdo de la noche anterior en la playa, aceptaba del todo la muerte de Julián. Sólo cuando incliné la cabeza y la invité con un brazo a entrar en mi habitación descubrí que usaba sombrero y lo adornaba con violetas frescas, rodeadas de hojas de hiedra.
—Llámeme Betty —dijo, y eligió para sentarse el sillón que escondía el diario, la foto, el título, la crónica indecisamente crapulosa—. Pero era cuestión de vida o muerte.
No quedaban rastros de la tormenta y la noche podía no haber sucedido. Miré el sol en la ventana, la mancha amarillenta que empezaba a buscar la alfombra. Sin embargo, era indudable que yo me sentía distinto, que respiraba el aire con avidez; que tenía ganas de caminar y sonreír, que la indiferencia —y también la crueldad— se me aparecían como formas posibles de la virtud. Pero todo esto era confuso y sólo pude comprenderlo un rato después.
Me acerqué al sillón y ofrecí mis excusas a la mujer, a aquella desusada manera de la suciedad y la desdicha. Extraje el diario, gasté algunos fósforos y lo hice bailar encendido por encima de la baranda.
—El pobre Julián —dijo ella a mis espaldas.
Volví al centro de la habitación, encendí la pipa y me senté en la cama. Descubrí repentinamente que era feliz y traté de calcular cuántos años me separaban de mi última sensación de felicidad. El. humo de la pipa me molestaba los ojos. La bajé hasta las rodillas y estuve mirando con alegría aquella basura en el sillón, aquella maltratada inmundicia que se recostaba, inconsciente, sobre la mañana apenas nacida.
—Pobre Julián —repetí—. Lo dije muchas veces en el velorio y después. Ya me cansé, todo llega. La estuve esperando en el velorio y usted no vino. Pero, entiéndame, gracias a este trabajo de esperarla yo sabía cómo era usted, podía encontrarla en la calle y reconocerla.
Me examinó con desconcierto y volvió a sonreír.
—Sí, creo comprender —dijo.
No era muy vieja, estaba aún lejos de mi edad y de la de Julián. Pero nuestras vidas habían sido muy distintas y lo que me ofrecía desde el sillón no era más que gordura, una arrugada cara de beba, el sufrimiento y el rencor disimulado, la pringue de la vida pegada para siempre a sus mejillas, a los ángulos de la boca, a las ojeras rodeadas de surcos. Tenía ganas de golpearla y echarla.
Pero me mantuve quieto, volví a fumar y le hablé con voz dulce:
—Betty. Usted me dio permiso para llamarla Betty. Usted dijo que se trataba de un asunto de vida o muerte. Julián está muerto, fuera del problema. ¿Qué más entonces, quién más?
Se retrepó entonces en el sillón de cretona descolorida, sobre el forro de grandes flores bárbaras y me estuvo mirando como a un posible cliente: con el inevitable odio y con cálculo.
—¿Quién muere ahora? —insistí—. ¿Usted o yo?
Aflojó el cuerpo y estuvo preparando una cara emocionante. La miré, admití que podía convencer; y no sólo a Julián. Detrás de ella se estiraba la mañana de otoño, sin nubes, la pequeña gloria ofrecida a los hombres. La mujer, Betty, torció la cabeza y fue haciendo crecer una sonrisa de amargura.
—¿Quién? —dijo hacia el placard—. Usted y yo. No crea, el asunto recién empieza. Hay pagarés con su firma, sin fondos dicen, que aparecen ahora en el juzgado. Y está la hipoteca sobre mi casa, lo único que tengo. Julián me aseguró que no era más que una oferta; pero la casa, la casita, está hipotecada. Y hay que pagar en seguida. Si queremos salvar algo del naufragio. O si queremos salvarnos.
Por las violetas en el sombrero y por el sudor de la cara, yo había presentido que era inevitable escuchar, más o menos tarde en la mañana de sol, alguna frase semejante.
— Sí —dije—, parece que tiene razón, que tenemos que unirnos y hacer algo.
Desde muchos años atrás no había sacado tanto placer de la mentira, de la farsa y la maldad. Pero había vuelto a ser joven y ni siquiera a mí mismo tenía que dar explicaciones.
—No sé —dije sin cautela— cuánto conoce usted de mi culpa, de mi intervención en la muerte de Julián. En todo caso, puedo asegurarle que nunca le aconsejé que hipotecara su casa, su casita. Pero le voy a contar todo. Hace unos tres meses estuve con Julián. Un hermano comiendo en un restaurante con su hermano mayor. Y se trataba de hermanos que no se veían más de una vez por año. Creo que era el cumpleaños de alguien; de él, de nuestra madre muerta. No recuerdo y no tiene importancia. La fecha, cualquiera que sea, parecía desanimarlo. Le hablé de un negocio de cambios de monedas; pero nunca le dije que robara plata a la Cooperativa.
Ella dejó pasar un tiempo ayudándose con un suspiro y estiró los largos tacos hasta el cuadrilátero de sol en la alfombra. Esperó a que la mirara y volvió a sonreírme; ahora se parecía a cualquier aniversario, al de Julián o al de mi madre. Era la ternura y la paciencia, quería guiarme sin tropiezos.
—Botija —murmuró, la cabeza sobre un hombro, la sonrisa contra el límite de la tolerancia—. ¿Hace tres meses? —resopló mientras alzaba los hombros—. Botija, Julián robaba de la Cooperativa desde hace cinco años. O cuatro. Me acuerdo. Le hablaste, m'hijito, de una combinación con dólares, ¿no? No sé quién cumplía años aquella noche. Y no falto al respeto. Pero Julián me lo contó todo y yo no le podía parar los ataques de risa. Ni siquiera pensó en el plan de los dólares, si estaba bien o mal. El robaba y jugaba a los caballos. Le iba bien y le iba mal. Desde hacía cinco años, desde antes de que yo lo conociera.
—Cinco años —repetí mascando la pipa. Me levanté y fui hasta la ventana. Quedaban restos de agua en los yuyos y en la arena. El aire fresco no tenía nada que ver con nosotros, con nadie.
En alguna habitación del hotel, encima de mí, estaría durmiendo en paz la muchacha, despatarrada, empezando a moverse entre la insistente desesperación de los sueños y las sábanas calientes. Yo la imaginaba y seguía queriéndola, amaba su respiración, sus olores, las supuestas alusiones al recuerdo nocturno, a mí, que pudieran caber en su estupor matinal. Volví con pesadez de la ventana y estuve mirando sin asco ni lástima lo que el destino había colocado en el sillón del dormitorio del hotel. Se acomodaba las solapas del traje sastre que, a fin de cuentas, tal vez no fuera de cheviot; sonreía al aire, esperaba mi regreso, mi voz. Me sentí viejo y ya con pocas fuerzas. Tal vez el ignorado perro de la dicha me estuviera lamiendo las rodillas, las manos; tal vez sólo se tratara de lo otro; que estaba viejo y cansado. Pero, en todo caso, me vi obligado a dejar pasar el tiempo, a encender de nuevo la pipa, a jugar con la llama del fósforo, con su ronquido.
—Para mí —dije— todo está perfecto. Es seguro que Julián no usó un revólver para hacerle firmar la hipoteca. Y yo nunca firmé un pagaré. Si falsificó la firma y pudo vivir así cinco años —creo que usted dijo cinco—, bastante tuvo, bastante tuvieron los dos. La miro, la pienso, y nada me importa que le saquen la casa o la entierren en la cárcel. Yo no firmé, nunca un pagaré para Julián. Desgraciadamente para usted, Betty, y el nombre me parece inadecuado, siento que ya no le queda bien, no hay peligros ni amenazas que funcionen. No podemos ser socios en nada; .y eso es siempre una tristeza. Creo que es más triste para las mujeres. Voy a la galería a fumar y mirar cómo crece la mañana. Le quedaré muy agradecido si se va enseguida, si no hace mucho escándalo, Betty.
Salí fuera y me dediqué a insultarme en voz baja, a buscar defectos en la prodigiosa mañana de otoño. Oí, muy lejana, la indolente puteada que hizo sonar a mis espaldas. Escuché, casi en seguida, el portazo.
Un Ford pintado de azul apareció cerca del caserío.
Yo era pequeño y aquello me pareció inmerecido, organizado por la pobre, incierta imaginación de un niño. Yo había mostrado siempre desde la adolescencia mis defectos, tenía razón siempre, estaba dispuesto a conversar y discutir, sin reservas ni silencios. Julián, en cambio —y empecé a tenerle simpatía y otra forma muy distinta de la lástima— nos había engañado a todos durante muchos años. Este Julián que sólo había podido conocer muerto se reía de mí, levemente, desde que empezó a confesar la verdad, a levantar sus bigotes y su sonrisa, en el ataúd. Tal vez continuara riéndose de todos nosotros a un mes de su muerte. Pero para nada me servía inventarme el rencor o el desencanto.
Sobre todo, me irritaba el recuerdo de nuestra última entrevista, la gratuidad de sus mentiras, no llegar a entender por qué me había ido a visitar, con riesgos, para mentir por última vez. Porque Betty sólo me servía para la lástima o el desprecio; pero yo estaba creyendo en su historia, me sentía seguro de la incesante suciedad de la vida.
Un Ford pintado de azul roncaba subiendo la cuesta, detrás del chalet de techo rojo, salió al camino y cruzó delante de la baranda siguiendo hasta la puerta del hotel. Vi bajar a un policía con su desteñido uniforme de verano, a un hombre extraordinariamente alto y flaco con traje de anchas rayas y un joven vestido de gris, rubio, sin sombrero, al que veía sonreír a cada frase, sosteniendo el cigarrillo con dos dedos alargados frente a la boca.
El gerente del hotel bajó con lentitud la escalera y se acercó a ellos mientras el mozo de la noche anterior salía de atrás de una columna de la escalinata, en mangas de camisa, haciendo brillar su cabeza retinta. Todos hablaban con pocos gestos, sin casi cambiar el lugar, el lugar donde tenían apoyados los pies, y el gerente sacaba un pañuelo del bolsillo interior del saco, se lo pasaba por los labios y volvía a guardarlo profundamente para, a los pocos segundos, extraerlo con un movimiento rápido y aplastarlo y moverlo sobre su boca. Entré para comprobar que la mujer se había ido; y al salir nuevamente a la galería, al darme cuenta de mis propios movimientos, de la morosidad con que deseaba vivir y ejecutar cada actitud como si buscara acariciar con las manos lo que éstas habían hecho, sentí que era feliz en la mañana, que podía haber otros días esperándome en cualquier parte.
Vi que el mozo miraba hacia el suelo y los otros cuatro hombres alzaban la cabeza, y me dirigían caras de observación distraída. El joven rubio tiró el cigarrillo lejos; entonces comencé a separar los labios hasta sonreír y saludé, moviendo la cabeza, al gerente, y en seguida, antes de que pudiera contestar, antes de que se inclinara, mirando siempre hacia la galería, golpeándose la boca con el pañuelo, alcé una mano y repetí mi saludo. Volví al cuarto para terminar de vestirme.
Estuve un momento en el comedor, mirando desayunar a los pasajeros y después decidí tomar una ginebra, nada más que una, junto al mostrador del bar, compré cigarrillos y bajé hasta el grupo que esperaba al pie de la escalera. El gerente volvió a saludarme y noté que la mandíbula le temblaba, apenas, rápidamente. Dije algunas palabras y oí que hablaban; el joven rubio vino a mi lado y me tocó un brazo. Todos estaban en silencio y el rubio y yo nos miramos y sonreímos. Le ofrecí un cigarrillo y él lo encendió sin apartar los ojos de mi cara; después dio tres pasos retrocediendo y volvió a mirarme. Tal vez nunca hubiera visto la cara de un hombre feliz; a mí me pasaba lo mismo. Me dio la espalda, caminó hasta el primer árbol del jardín y se apoyó allí con un hombre. Todo aquello tenía un sentido y, sin comprenderlo, supe que estaba de acuerdo y moví la cabeza asintiendo. Entonces el hombre altísimo dijo:
—¿Vamos hasta la playa en el coche?
Me adelanté y fui a instalarme junto al asiento del chofer. El hombre alto y el rubio se sentaron atrás. El policía llegó sin apuro al volante y puso en marcha el coche. En seguida rodamos velozmente en la calmosa mañana; yo sentía el olor del cigarrillo que estaba fumando el muchacho, sentía el silencio y la quietud del otro hombre, la voluntad rellenando ese silencio y esa quietud. Cuando llegamos a la playa el coche atracó junto a un montón de piedras grises que separaban el camino de la arena. Bajamos, pasamos alzando las piernas por encima de las piedras y caminamos hacia el mar. Yo iba junto al muchacho rubio.
Nos detuvimos en la orilla. Estábamos los cuatro en silencio, con las corbatas sacudidas por el viento. Volvimos a encender cigarrillos.
—No está seguro el tiempo —dije.
—¿Vamos? —contestó el joven rubio.
El hombre alto del traje a rayas estiró un brazo hasta tocar al muchacho en el pecho y dijo con voz gruesa:
— Fíjese. Desde aquí a las dunas. Dos cuadras. No mucho más ni menos.
El otro asintió en silencio, alzando los hombros como si aquello no tuviera importancia. Volvió a sonreír y me miró.
—Vamos —dije, y me puse a caminar hasta el automóvil. Cuando iba a subir, el hombre alto me detuvo.
—No —dijo—. Es ahí, cruzando.
En frente había un galpón de ladrillos manchados de humedad. Tenía techo de zinc y letras oscuras pintadas arriba de la puerta. Esperamos mientras el policía volvía con una llave. Me di vuelta para mirar el mediodía cercano sobre la playa; el policía separó el candado abierto y entramos todos en la sombra y el inesperado frío. Las vigas brillaban negras, suavemente untadas de alquitrán, y colgaban pedazos de arpillera del techo. Mientras caminábamos en la penumbra gris sentí crecer el galpón, más grande a cada paso, alejándome de la mesa larga formada con caballetes que estaba en el centro. Miré la forma estirada pensando quién enseña a los muertos la actitud de la muerte. Había un charco estrecho de agua en el suelo y goteaba desde una esquina de la mesa. Un hombre descalzo, con la camisa abierta sobre el pecho colorado, se acercó carraspeando y puso una mano en una punta de la mesa de tablones, dejando que su corto índice se cubriera en seguida, brillante, del agua que no acababa de chorrear. El hombre alto estiró un brazo y destapó la cara sobre las tablas dando un tirón a la lona. Miré el aire, el brazo rayado del hombre que había quedado estirado contra la luz de la puerta sosteniendo el borde con anillas de la lona. Volví a mirar al rubio sin sombrero e hice una mueca triste.
—Mire aquí —dijo el hombre alto.
Fui viendo que la cara de la muchacha estaba torcida hacia atrás y parecía que la cabeza, morada, con manchas de un morado rojizo sobre un delicado, anterior morado azuloso, tendría que rodar desprendida de un momento a otro si alguno hablaba fuerte, si alguno golpeaba el suelo con los zapatos, simplemente si el tiempo pasaba.
Desde el fondo, invisible para mí, alguien empezó a recitar con voz ronca y ordinaria, como si hablara conmigo. ¿Con quién otro?
—Las manos y los pies, cuya epidermis está ligeramente blanqueada y doblegada en la extremidad de los dedos, presentan además, en la ranura de las uñas, una pequeña cantidad de arena y limo. No hay herida, ni escoriación en las manos. En los brazos, y particularmente en su parte anterior, encima de la muñeca, se encuentran varias equimosis superpuestas, dirigidas transversalmente y resultantes de una presión violenta ejercida en los miembros superiores.
No sabía quién era, no deseaba hacer preguntas. Sólo tenía, me lo estaba repitiendo, como única defensa, el silencio. El silencio por nosotros. Me acerqué un poco más a la mesa y estuve palpando la terquedad de los huesos de la frente. Tal vez los cinco hombres esperaran algo más; y yo estaba dispuesto a todo. La bestia, siempre en el fondo del galpón, enumeraba ahora con su voz vulgar:
—La faz está manchada por un líquido azulado y sanguinolento que ha fluido por la boca y la nariz. Después de haberla lavado cuidadosamente, reconocemos en torno de la boca extensa escoriación con equimosis, y la impresión de las uñas hincadas en las carnes. Dos señales análogas existen debajo del ojo derecho, cuyo párpado inferior está fuertemente contuso. A más de las huellas de la violencia que han sido ejecutadas manifiestamente durante la vida, nótanse en el rostro numerosos desgarros, puntuados, sin rojez, sin equimosis, con simple desecamiento de la epidermis y producidos por el roce del cuerpo contra la arena. Vese una infiltración de sangre coagulada, a cada lado de la laringe. Los tegumentos están invadidos por la putrefacción y pueden distinguirse en ellos vestigios de contusiones o equimosis. El interior de la tráquea y de los bronquios contiene una pequeña cantidad de un líquido turbio, oscuro, no espumoso, mezclado con arena.
Era un buen responso, todo estaba perdido. Me incliné para besarle la frente y después, por piedad y amor, el líquido rojizo que le hacía burbujas entre los labios.
Pero la cabeza con su pelo endurecido, la nariz achatada, la boca oscura, alargada en forma de hoz con las puntas hacia abajo, lacias, goteantes, permanecía inmóvil, invariable su volumen en el aire sombrío que olía a sentina, más dura a cada paso de mis ojos por los pómulos y la frente y el mentón que no se resolvía a colgar. Me hablaban uno tras otro, el hombre alto y el rubio, como si realizaran un juego, golpeando alternativamente la misma pregunta. Luego el hombre alto soltó la lona, dio un salto y me sacudió de las solapas. Pero no creía en lo que estaba haciendo, bastaba mirarle los ojos redondos, y en cuanto le sonreí con fatiga, me mostró rápidamente los dientes, con odio y abrió la mano.
—Comprendo, adivino, usted tiene una hija. No se preocupen: firmaré lo que quieran, sin leerlo. Lo divertido es que están equivocados. Pero no tiene importancia. Nada, ni siquiera esto, tiene de veras importancia.
Antes de la luz violenta del sol me detuve y le pregunté con voz adecuada al hombre alto:
—Seré curioso y pido perdón: ¿Usted cree en Dios?
—Le voy a contestar, claro —dijo el gigante—; pero antes, si quiere, no es útil para el sumario, es, como en su caso, pura curiosidad... ¿Usted sabía que la muchacha era sorda?
Nos habíamos detenido exactamente entre el renovado calor del verano y la sombra fresca del galpón.
—¿Sorda? —pregunté—. No, sólo estuve con ella anoche. Nunca me pareció sorda. Pero ya no se trata de eso. Yo le hice una pregunta; usted prometió contestarla.
Los labios eran muy delgados para llamar sonrisa a la mueca que hizo el gigante. Volvió a mirarme sin desprecio, con triste asombro, y se persignó.
—¿Sorda? —pregunté—. No, sólo estuve con ella anoche. Nunca me pareció sorda. Pero ya no se trata de eso. Yo le hice una pregunta; usted prometió contestarla.
Los labios eran muy delgados para llamar sonrisa a la mueca que hizo el gigante. Volvió a mirarme sin desprecio, con triste asombro, y se persignó.

Del cuento breve y sus alrededores

León L. affirmait qu’il n’y avait qu'une chose de plus épouvantable que l’Epouvante: la journée normale, le quotidien, nous-mêmes sans le cadre forgé par l’Epouvante. —Dieu a créé la mort. Il a créé la vie. Soit, déclamait L.L. Mais ne dites pas que c’est Lui qui a également créé la “journée normale”, la “vie de-tous-les-jours”. Grande est mon impiété, soit. Mais devant cette calomnie, devant ce blasphème, elle recule.

Piotr Rawicz, Le sang du ciel.

Alguna vez Horacio Quiroga intentó un “Decálogo del perfecto cuentista”, cuyo mero título vale ya como una guiñada de ojo al lector. Si nueve de los preceptos son considerablemente prescindibles, el último me parece de una lucidez impecable: “Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento”.

La noción de pequeño ambiente da su sentido más hondo al consejo, al definir la forma cerrada del cuento, lo que ya en otra ocasión he llamado su esfericidad; pero a esa noción se suma otra igualmente significativa, la de que el narrador pudo haber sido uno de los personajes, es decir que la situación narrativa en sí debe nacer y darse dentro de la esfera, trabajando del interior hacia el exterior, sin que los límites del relato se vean trazados como quien modela una esfera de arcilla. Dicho de otro modo, el sentimiento de la esfera debe preexistir de alguna manera al acto de escribir el cuento, como si el narrador, sometido por la forma que asume, se moviera implícitamente en ella y la llevara a su extrema tensión, lo que hace precisamente la perfección de la forma esférica.

Estoy hablando del cuento contemporáneo, digamos el que nace con Edgar Allan Poe, y que se propone como una máquina infalible destinada a cumplir su misión narrativa con la máxima economía de medios; precisamente, la diferencia entre el cuento y lo que los franceses llaman nouvelle y los anglosajones long short story se basa en esa implacable carrera contra el reloj que es un cuento plenamente logrado: basta pensar en “The Cask of Amontillado” “Bliss”, “Las ruinas circulares” y “The Killers”. Esto no quiere decir que cuentos más extensos no puedan ser igualmente perfectos, pero me parece obvio que las narraciones arquetípicas de los últimos cien años han nacido de una despiadada eliminación de todos los elementos privativos de la nouvelle y de la novela, los exordios, circunloquios, desarrollos y demás recursos narrativos; si un cuento largo de Henry James o de D. H. Lawrence puede ser considerado tan genial como aquéllos, preciso será convenir en que estos autores trabajaron con una apertura temática y lingüística que de alguna manera facilitaba su labor, mientras que lo siempre asombroso de los cuentos contra el reloj está en que potencian vertiginosamente un mínimo de elementos, probando que ciertas situaciones o terrenos narrativos privilegiados pueden traducirse en un relato de proyecciones tan vastas como la más elaborada de las nouvelles.

Lo que sigue se basa parcialmente en experiencias personales cuya descripción mostrará quizá, digamos desde el exterior de la esfera, algunas de las constantes que gravitan en un cuento de este tipo. Vuelvo al hermano Quiroga para recordar que dice: “Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste ser uno”. La noción de ser uno de los personajes se traduce por lo general en el relato en primera persona, que nos sitúa de rondón en un plano interno. Hace muchos años, en Buenos Aires, Ana María Barrenechea me reprochó amistosamente un exceso en el uso de la primera persona, creo que con referencia a los relatos de “Las armas secretas”, aunque quizá se trataba de los de “Final del juego”. Cuando le señalé que había varios en tercera persona, insistió en que no era así y tuve que probárselo libro en mano. Llegamos a la hipótesis de que quizá la tercera actuaba como una primera persona disfrazada, y que por eso la memoria tendía a homogeneizar monótonamente la serie de relatos del libro.

En ese momento, o más tarde, encontré una suerte de explicación por la vía contraria, sabiendo que cuando escribo un cuento busco instintivamente que sea de alguna manera ajeno a mí en tanto demiurgo, que eche a vivir con una vida independiente, y que el lector tenga o pueda tener la sensación de que en cierto modo está leyendo algo que ha nacido por sí mismo, en sí mismo y hasta de sí mismo, en todo caso con la mediación pero jamás la presencia manifiesta del demiurgo. Recordé que siempre me han irritado los relatos donde los personajes tienen que quedarse como al margen mientras el narrador explica por su cuenta (aunque esa cuenta sea la mera explicación y no suponga interferencia demiúrgica) detalles o pasos de una situación a otra. El signo de un gran cuento me lo da eso que podríamos llamar su autarquía, el hecho de que el relato se ha desprendido del autor como una pompa de jabón de la pipa de yeso. Aunque parezca paradójico, la narración en primera persona constituye la más fácil y quizá mejor solución del problema, porque narración y acción son ahí una y la misma cosa. Incluso cuando se habla de terceros, quien lo hace es parte de la acción, está en la burbuja y no en la pipa. Quizá por eso, en mis relatos en tercera persona, he procurado casi siempre no salirme de una narración strictu senso, sin esas tomas de distancia que equivalen a un juicio sobre lo que está pasando. Me parece una vanidad querer intervenir en un cuento con algo más que con el cuento en sí.

Esto lleva necesariamente a la cuestión de la técnica narrativa, entendiendo por esto el especial enlace en que se sitúan el narrador y lo narrado. Personalmente ese enlace se me ha dado siempre como una polarización, es decir que si existe el obvio puente de un lenguaje yendo de una voluntad de expresión a la expresión misma, a la vez ese puente me separa, como escritor, del cuento como cosa escrita, al punto que el relato queda siempre, con la última palabra, en la orilla opuesta. Un verso admirable de Pablo Neruda: Mis criaturas nacen de un largo rechazo, me parece la mejor definición de un proceso en el que escribir es de alguna manera exorcizar, rechazar criaturas invasoras proyectándolas a una condición que paradójicamente les da existencia universal a la vez que las sitúa en el otro extremo del puente, donde ya no está el narrador que ha soltado la burbuja de su pipa de yeso. Quizá sea exagerado afirmar que todo cuento breve plenamente logrado, y en especial los cuentos fantásticos, son productos neuróticos, pesadillas o alucinaciones neutralizadas mediante la objetivación y el traslado a un medio exterior al terreno neurótico; de todas maneras, en cualquier cuento breve memorable se percibe esa polarización, como si el autor hubiera querido desprenderse lo antes posible y de la manera más absoluta de su criatura, exorcizándola en la única forma en que le era dado hacerlo: escribiéndola.

Este rasgo común no se lograría sin las condiciones y la atmósfera que acompañan el exorcismo. Pretender liberarse de criaturas obsesionantes a base de mera técnica narrativa puede quizá dar un cuento, pero al faltar la polarización esencial, el rechazo catártico, el resultado literario será precisamente eso, literario; al cuento le faltará la atmósfera que ningún análisis estilístico lograría explicar, el aura que pervive en el relato y poseerá al lector como había poseído, en el otro extremo del puente, al autor. Un cuentista eficaz puede escribir relatos literariamente válidos, pero si alguna vez ha pasado por la experiencia de librarse de un cuento como quien se quita de encima una alimaña, sabrá de la diferencia que hay entre posesión y cocina literaria, y a su vez un buen lector de cuentos distinguirá infaliblemente entre lo que viene de un territorio indefinible y ominoso, y el producto de un mero métier. Quizá el rasgo diferencial más penetrante -lo he señalado ya en otra parte- sea la tensión interna de la trama narrativa. De una manera que ninguna técnica podría enseñar o proveer, el gran cuento breve condensa la obsesión de la alimaña, es una presencia alucinante que se instala desde las primeras frases para fascinar al lector, hacerle perder contacto con la desvaída realidad que lo rodea, arrasarlo a una sumersión más intensa y avasalladora. De un cuento así se sale como de un acto de amor, agotado y fuera del mundo circundante, al que se vuelve poco a poco con una mirada de sorpresa, de lento reconocimiento, muchas veces de alivio y tantas otras de resignación. El hombre que escribió ese cuento pasó por una experiencia todavía más extenuante, porque de su capacidad de transvasar la obsesión dependía el regreso a condiciones más tolerables; y la tensión del cuento nació de esa eliminación fulgurante de ideas intermedias, de etapas preparatorias, de toda la retórica literaria deliberada, puesto que había en juego una operación en alguna medida fatal que no toleraba pérdida de tiempo; estaba allí, y sólo de un manotazo podía arrancársela del cuello o de la cara. En todo caso así me tocó escribir muchos de mis cuentos; incluso en algunos relativamente largos, como "Las armas secretas", la angustia omnipresente a lo largo de todo un día me obligó a trabajar empecinadamente hasta terminar el relato y sólo entonces, sin cuidarme de releerlo, bajar a la calle y caminar por mí mismo, sin ser ya Pierre, sin ser ya Michèle.

Esto permite sostener que cierta gama de cuentos nace de un estado de trance, anormal para los cánones de la normalidad al uso, y que el autor los escribe mientras está en lo que los franceses llaman un “état second”. Que Poe haya logrado sus mejores relatos en ese estado (paradójicamente reservaba la frialdad racional para la poesía, por lo menos en la intención) lo prueba más acá de toda evidencia testimonial el efecto traumático, contagioso y para algunos diabólico de "The Tell-tale Heart" o de "Berenice". No faltará quien estime que exagero esta noción de un estado ex-orbitado como el único terreno donde puede nacer un gran cuento breve; haré notar que me refiero a relatos donde el tema mismo contiene la “anormalidad”, como los citados de Poe, y que me baso en mi propia experiencia toda vez que me vi obligado a escribir un cuento para evitar algo mucho peor. ¿Cómo describir la atmósfera que antecede y envuelve el acto de escribirlo? Si Poe hubiera tenido ocasión de hablar de eso, estas páginas no serían intentadas, pero él calló ese círculo de su infierno y se limitó a convertirlo en "The Black Cat" o en "Ligeia". No sé de otros testimonios que puedan ayudar a comprender el proceso desencadenante y condicionante de un cuento breve digno de recuerdo; apelo entonces a mi propia situación de cuentista y veo a un hombre relativamente feliz y cotidiano, envuelto en las mismas pequeñeces y dentistas de todo habitante de una gran ciudad, que lee el periódico y se enamora y va al teatro y que de pronto, instantáneamente, en un viaje en el subte, en un café, en un sueño, en la oficina mientras revisa una traducción sospechosa acerca del analfabetismo en Tanzania, deja de ser él-y-su-circunstancia y sin razón alguna, sin preaviso, sin el aura de los epilépticos, sin la crispación que precede a las grandes jaquecas, sin nada que le dé tiempo a apretar los dientes y a respirar hondo, es un cuento, una masa informe sin palabras ni caras ni principio ni fin pero ya un cuento, algo que solamente puede ser un cuento y además en seguida, inmediatamente, Tanzania puede irse al demonio porque este hombre meterá una hoja de papel en la máquina y empezará a escribir aunque sus jefes y las Naciones Unidas en pleno le caigan por las orejas, aunque su mujer lo llame porque se está enfriando la sopa, aunque ocurran cosas tremendas en el mundo y haya que escuchar las informaciones radiales o bañarse o telefonear a los amigos. Me acuerdo de una cita curiosa, creo que de Roger Fry; un niño precozmente dotado para el dibujo explicaba su método de composición diciendo: First I think and then I draw a line round my think (sic). En el caso de estos cuentos sucede exactamente lo contrario: la línea verbal que los dibujará arranca sin ningún “think” previo, hay como un enorme coágulo, un bloque total que ya es el cuento, eso es clarísimo aunque nada pueda parecer más oscuro, y precisamente ahí reside esa especie de analogía onírica de signo inverso que hay en la composición de tales cuentos, puesto que todos hemos soñado cosas meridianamente claras que, una vez despiertos, eran un coágulo informe, una masa sin sentido. ¿Se sueña despierto al escribir un cuento breve? Los límites del sueño y la vigilia, ya se sabe: basta preguntarle al filósofo chino o a la mariposa. De todas maneras si la analogía es evidente, la relación es de signo inverso por lo menos en mi caso, puesto que arranco del bloque informe y escribo algo que sólo entonces se convierte en un cuento coherente y válido per se. La memoria, traumatizada sin duda por una experiencia vertiginosa, guarda en detalle las sensaciones de esos momentos, y me permite racionalizarlos aquí en la medida de lo posible. Hay la masa que es el cuento (¿pero qué cuento? No lo sé y lo sé, todo está visto por algo mío que no es mi conciencia pero que vale más que ella en esa hora fuera del tiempo y la razón), hay la angustia y la ansiedad y la maravilla, porque también las sensaciones y los sentimientos se contradicen en esos momentos, escribir un cuento así es simultáneamente terrible y maravilloso, hay una desesperación exaltante, una exaltación desesperada; es ahora o nunca, y el temor de que pueda ser nunca exacerba el ahora, lo vuelve máquina de escribir corriendo a todo teclado, olvido de la circunstancia, abolición de lo circundante. Y entonces la masa negra se aclara a medida que se avanza, increíblemente las cosas son de una extrema facilidad como si el cuento ya estuviera escrito con una tinta simpática y uno le pasara por encima el pincelito que lo despierta. Escribir un cuento así no da ningún trabajo, absolutamente ninguno; todo ha ocurrido antes y ese antes, que aconteció en un plano donde “la sinfonía se agita en la profundidad”, para decirlo con Rimbaud, es el que ha provocado la obsesión, el coágulo abominable que había que arrancarse a tirones de palabras. Y por eso, porque todo está decidido en una región que diurnamente me es ajena, ni siquiera el remate del cuento presenta problemas, sé que puedo escribir sin detenerme, viendo presentarse y sucederse los episodios, y que el desenlace está tan incluido en el coágulo inicial como el punto de partida. Me acuerdo de la mañana en que me cayó encima "Una flor amarilla": el bloque amorfo era la noción del hombre que encuentra a un niño que se le parece y tiene la deslumbradora intuición de que somos inmortales. Escribí las primeras escenas sin la menor vacilación, pero no sabía lo que iba a ocurrir, ignoraba el desenlace de la historia. Si en ese momento alguien me hubiera interrumpido para decirme: “Al final el protagonista va a envenenar a Luc”, me hubiera quedado estupefacto. Al final el protagonista envenena a Luc, pero eso llegó como todo lo anterior, como una madeja que se desovilla a medida que tiramos; la verdad es que en mis cuentos no hay el menor mérito literario, el menor esfuerzo. Si algunos se salvan del olvido es porque he sido capaz de recibir y transmitir sin demasiadas pérdidas esas latencias de una psiquis profunda, y el resto es una cierta veteranía para no falsear el misterio, conservarlo lo más cerca posible de su fuente, con su temblor original, su balbuceo arquetípico.

Lo que precede habrá puesto en la pista al lector: no hay diferencia genética entre este tipo de cuentos y la poesía como la entendemos a partir de Baudelaire. Pero si el acto poético me parece una suerte de magia de segundo grado, tentativa de posesión ontológica y no ya física como en la magia propiamente dicha, el cuento no tiene intenciones esenciales, no indaga ni transmite un conocimiento o un “mensaje”. El génesis del cuento y del poema es sin embargo el mismo, nace de un repentino extrañamiento, de un desplazarse que altera el régimen “normal” de la conciencia; en un tiempo en que las etiquetas y los géneros ceden a una estrepitosa bancarrota, no es inútil insistir en esta afinidad que muchos encontrarán fantasiosa. Mi experiencia me dice que, de alguna manera, un cuento breve como los que he tratado de caracterizar no tiene una estructura de prosa. Cada vez que me ha tocado revisar la traducción de uno de mis relatos (o intentar la de otros autores, como alguna vez con Poe) he sentido hasta qué punto la eficacia y el sentido del cuento dependían de esos valores que dan su carácter específico al poema y también al jazz: la tensión, el ritmo, la pulsación interna, lo imprevisto dentro de parámetros pre-vistos, esa libertad fatal que no admite alteración sin una pérdida irrestañable. Los cuentos de esta especie se incorporan como cicatrices indelebles a todo lector que los merezca: son criaturas vivientes, organismos completos, ciclos cerrados, y respiran. Ellos respiran, no el narrador, a semejanza de los poemas perdurables y a diferencia de toda prosa encaminada a transmitir la respiración del narrador, a comunicarla a manera de un teléfono de palabras. Y si se pregunta: Pero entonces, ¿no hay comunicación entre el poeta (el cuentista) y el lector?, la respuesta es obvia: La comunicación se opera desde el poema o el cuento, no por medio de ellos. Y esa comunicación no es la que intenta el prosista, de teléfono a teléfono; el poeta y el narrador urden criaturas autónomas, objetos de conducta imprevisible, y sus consecuencias ocasionales en los lectores no se diferencian esencialmente de las que tienen para el autor, primer sorprendido de su creación, lector azorado de sí mismo.

Breve coda sobre los cuentos fantásticos. Primera observación: lo fantástico como nostalgia. Toda suspensión of disbelief obra como una tregua en el seco, implacable asedio que el determinismo hace al hombre. En esa tregua, la nostalgia introduce una variante en la afirmación de Ortega: hay hombres que en algún momento cesan de ser ellos y su circunstancia, hay una hora en la que se anhela ser uno mismo y lo inesperado, uno mismo y el momento en que la puerta que antes y después da al zaguán se entorna lentamente para dejarnos ver el prado donde relincha el unicornio.

Segunda observación: lo fantástico exige un desarrollo temporal ordinario. Su irrupción altera instantáneamente el presente, pero la puerta que da al zaguán ha sido y será la misma en el pasado y el futuro. Sólo la alteración momentánea dentro de la regularidad delata lo fantástico, pero es necesario que lo excepcional pase a ser también la regla sin desplazar las estructuras ordinarias entre las cuales se ha insertado. Descubrir en una nube el perfil de Beethoven sería inquietante si durara diez segundos antes de deshilacharse y volverse fragata o paloma; su carácter fantástico sólo se afirmaría en caso de que el perfil de Beethoven siguiera allí mientras el resto de la nubes se conduce con su desintencionado desorden sempiterno. En la mala literatura fantástica, los perfiles sobrenaturales suelen introducirse como cuñas instantáneas y efímeras en la sólida masa de lo consuetudinario; así, una señora que se ha ganado el odio minucioso del lector, es meritoriamente estrangulada a último minuto gracias a una mano fantasmal que entra por la chimenea y se va por la ventana sin mayores rodeos, aparte de que en esos casos el autor se cree obligado a proveer una “explicación” a base de antepasados vengativos o maleficios malayos. Agrego que la peor literatura de este género es sin embargo la que opta por el procedimiento inverso, es decir el desplazamiento de lo temporal ordinario por una especie de “full-time” de lo fantástico, invadiendo la casi totalidad del escenario con gran despliegue de cotillón sobrenatural, como en el socorrido modelo de la casa encantada donde todo rezuma manifestaciones insólitas, desde que el protagonista hace sonar el aldabón de las primeras frases hasta la ventana de la bohardilla donde culmina espasmódicamente el relato. En los dos extremos (insuficiente instalación en la circunstancia ordinaria, y rechazo casi total de esta última) se peca por impermeabilidad, se trabaja con materias heterogéneas momentáneamente vinculadas pero en las que no hay ósmosis, articulación convincente. El buen lector siente que nada tienen que hacer allí esa mano estranguladora ni ese caballero que de resultas de una apuesta se instala para pasar la noche en una tétrica morada. Este tipo de cuentos que abruma las antologías del género recuerda la receta de Edward Lear para fabricar un pastel cuyo glorioso nombre he olvidado: Se toma un cerdo, se lo ata a una estaca y se le pega violentamente, mientras por otra parte se prepara con diversos ingredientes una masa cuya cocción sólo se interrumpe para seguir apaleando al cerdo. Si al cabo de tres días no se ha logrado que la masa y el cerdo formen un todo homogéneo, puede considerarse que el pastel es un fracaso, por lo cual se soltará al cerdo y se tirará la masa a la basura. Que es precisamente lo que hacemos con los cuentos donde no hay ósmosis, donde lo fantástico y lo habitual se yuxtaponen sin que nazca el pastel que esperábamos saborear estremecidamente.

FIN