lunes, 10 de noviembre de 2014

Reseňas deshilachadas: "Muerte súbita", de Álvaro Enrigue.

Ya el hecho en sí de que Álvaro Enrigue hubiera ganado el premio Herralde de novela era de llamar poderosamente la atención, me explicaré, pero cuando me fui a ver de qué se trataba el libro triunfador y más todavía cuando lo leí, me pregunté seriamente si el jurado lo habría leído bien, y si conocerían medianamente la obra restante de Enrigue. Hay que suponer que así fue, pero la pregunta es lícita: ¿Muerte súbita es una novela? Para cualquier lector que haya seguido las páginas de HipotermiaVidas perpendiculares o Decencia sabrá que a Enrigue lo que más le atrae es coquetear con los géneros, con el corte y las distribuciones de historias. Con el primero de los títulos mencionados persiste la discusión de si estamos ante una colección de relatos o si somos testigos de un "nuevo" género en el que cada una de las narraciones, indiscutiblemente independientes, sería el eslabón de un relato más amplio, una novela. Propuesta ésta muy atractiva y sin lugar a dudas poseedora de cierto fundamento, pero que el autor ha rechazado en varias ocasiones, afirmando que se trata sólo de una serie de cuentos.

Si el entramado de Hipotermia ya daba para la discusión, ¿qué decir de Muerte súbita? Allá estamos ante un género, el cuento, que si se le prolonga, podría dar como resultado una novela, por así decirlo, pero acá lo que tenemos es una inusitada mezcla de relato breve, ensayo, novela histórica, estudio monográfico (¡se incluye bibliografía!), crítica de arte y cita erudita. ¿Es un chiste aún más mordaz, una nueva provocación de parte del autor? Muy bien, pero estamos olvidándonos de algo. ¿Dónde está la novela? Sin entrar en suspicacias, cabe pensar que si un libro de tal naturaleza fue condecorado con uno de los más prestigiosos premios de novela en español, signifca que, entre otras virtudes que pueda tener la obra, se está premiando esa ingeniosa combinación de elementos, se está juzgando valiosa esa audacia, y eso ya merece destacarse.

El contenido del libro, como se puede deducir, tampoco admite una identificación simple. Enrigue mismo afirma no tenerlo del todo claro (p. 200 y ss.). El libro no trata exactamente sobre un partido de tenis que se llevó a cabo en las canchas romanas entre Francisco de Quevedo y Michelangelo Merisi da Caravaggio, o no sólo de eso. El libro, acepta el autor, tampoco trata del todo sobre cómo América lenta y dolorosamente se adhirió a la cultura occidental, si cabe afirmar tal cosa. "Tal vez sea un libro que se trata solamente de cómo se podría contar este libro, tal vez todos los libros se traten sólo de eso. Un libro de vaivenes, como un juego tenis". Detrás de esta declaración de principios se encuentra su idea de la disolución de los géneros, no por mera necedad, sino porque es la única manera -recurrir a todas las formas posibles- de contar algo que de cualquier manera se va a escurrir entre los dedos como un puño de canicas, según afirma en algún lugar de Hipotermia. También aquí está presente su idea sobre la "muerte del autor", la idea de que las historias son significativas por sí mismas, "tal y como sucedieron", de manera que cuando un escritor trata de articularlas, reconstruirlas en el papel, indefectiblemente termina haciendo el ridículo o una cursilería, como el mismo Enrigue insiste en Hipotermia. Por último, en Muerte súbita se evidencia un ansia de catarsis ("Las novelas aplastan monumentos", afirma), un desquite con la historia y los hijos de puta que la han construido, intencional o accidentalmente.

Independientemente de que se esté de acuerdo o no con los postulados del autor que he bosquejado, lo cierto es que en Muerte súbita somos testigos de la gestación y desarrollo de acontecimientos cruciales para la historia de algunos países, de algunas regiones y quién sabe si para la historia universal; de la actuación de algunas de las figuras más emblemáticas de la historia política o del arte. Considero que los niveles más altos de la "novela" Muerte súbita están representados precisamente por aquellos episodios, espléndidamente contados, donde los destinos de dichos personajes señeros  (Quevedo y Caravaggio, sí, pero también los Papas de la Contrarreforma, Galileo, Hernán Cortés, Cuauhtémoc...) se cruzan, "todos cogiendo, emborrachándose, apostando en el vacío". Así es, en efecto, Enrigue se arriesga a hacer a hablar a los grandes Nombres, a dialogar entre sí, los sitúa en un plan de igual con nosotros ("el primer pintor propiamente moderno... fue también un gran tenista y un asesino. Nuestro hermano") y los vemos en su humanidad. Es una experiencia placentera. Enrigue alimenta el morbo del lector y curioso de la historia cuando pone a conversar a los ideólogos de la Contrarreforma sobre un regalo proveniente de las Indias mientras Europa se desangra, cuando pone en una misma cancha a Quevedo y a Caravaggio, frente a frente, pero más aún cuando nos enteramos del por qué del duelo (nunca mejor dicho). En el caso particular del lector mexicano, no encuentro mejor pasaje que aquellos situados en la intimidad de una covacha recién levantada en una tierra desconocida donde dos personajes entran en pasiones y con cuyo coito (descrito pormenorizadamente) cambian el destino de un mundo. Enrigue se convierte en un iconoclasta al traducir a nuestro lenguaje, al desmitificar, al humanizar lo que nos han enseñado únicamente a maldecir. La escena de Cortés y la Malinche cogiendo debajo del manto sagrado de Moctezuma será memorable, junto al mural de Orozco acaso no haya otra descripción más original de los que son nuestros lares y penates, mal que nos pese.

De esa manera vemos cómo Álvaro Enrigue coquetea con la novela histórica, pero, entre otras cosas, como se intentó expresar aquí, también hay escarceos por ejemplo con la llamada historia contrafactual. Todo es parte de todo, parece decir el autor. La inclusión de los elementos de la "novela" no es gratuita. Hay un nexo que une de alguna manera los episodios que se van desarrollando paralelamente, y a los personajes: el mejor amigo y protegido de Quevedo resulta que era esposo de la nieta de Hernán Cortés, Caravaggio revolucionó la idea del color al ver un manto elaborado por unos indios del nuevo territorio conquistado, los cabellos de Ana Bolena van a convertirse en el forro de las pelotas de tenis más importantes del siglo, y así algunas cosas más. Puede parecer innecesario o hasta caer mal recordársenos que sin América, Europa no sería que lo que llegó a ser, que sin los mexicanos quizá el catolicismo se hubiera extinguido y la pintura hubiera seguido otro cauce o retrasado su desarrollo. Enrigue sugiere algunas veces ese ¿qué hubiera pasado si...? ¿Si Cortés hubiera muerto ahogado al cruzar un río o emboscado en plena Tenochtitlán? Es como regodearnos en el lodo, es como si la espina se nos clavara algunos centímetros más cada que recordamos aquellos acontecimientos. Bien visto, es gracias a los mexicanos pazguatos derrotados aquella vez por el conquistador que el mundo vive esta mierda actual.  
            

viernes, 7 de noviembre de 2014

Álvaro Enrigue
Muerte súbita
Anagrama
2013

De entre las letras mexicanas, las de Enrigue –por autoexiliadas– saben a niuyorquinas, a washingtonianas, a lombardas y quizá por eso, también, a cual más, a muy mexicanas. 

Muerte súbita cuenta al menos cuatro historias: dos individuales y dos colectivas. La de Quevedo, el poeta burlador de la corte española, más la de Hernán Cortés, santo patrono mezquinamente  irreconocido de todos los  “late” y “under” something; y por extensión genética, de todos los mexicanos. Una de las dos hazañas colectivas narradas en la novela es la de Caravaggio, el pintor iluminado de los putti tamaño natural; pintor con paisaje: el papado de los putti tamaño natural (bis). La otra, la del campeón del indigenismo Vasco de Quiroga y su pueblo de indios amatecas, es en realidad la más lograda, la única que da coherencia y final a esta novela en la que siempre ganan los malos.

El deseo de regresar sobre la historia de México, de revolverla de veras, en episodios a la vez cotidianos y a la vez trascendentales, le viene al autor desde hace por lo menos dos novelas: Vidas perpendiculares y Decencia (en La muerte del instalador hay quizá uno que otro incipiente balbuceo parecido). Pero en ningún lugar sino hasta aquí, el mexicano Enrigue había logrado iluminar así a los hombres y a las cosas. Su lenguaje, sardónico hasta el satrapismo, parece fructificar más durante los apareos de la (auto)multiorgásmica Malinche que durante los desaires de la multifrígida Flaca Osorio.

Y ya que estamos en los lenguajes, dice la megalomana tapa de la edición de Anagrama que Enrigue se vale de todas las armas de la escritura para renovar esa “maltratada tecnología”: matriarcal pero irregular, Su Majestad la novela. La discusión de la muerte de la novela, del futuro de la novela, de los rasgos de la antinovela son un somnífero para nosotros los lectores, cicuta que dejamos a los ya de por sí mortíferos, mortificados y mortuorios críticos y académicos. Lo que interesa, en todo caso, a partir de la sabiduría de la contraportada, es la revelación de la novela como una tecnología.

Decía Platón que decían los egipcios que decía Amón, que la escritura era una mala tecnología para el hombre porque lejos de acercarlo a la sabiduría lo acercaba a la huevonería; en otras palabras: las palabras no sirven si no se leen siempre de manera oblicua, si no se leen a partir de lo que no está en ellas mismas; en otras palabras: las palabras no sirven. Esto quizá sea una obviedad para todo buen lector. Joyce proponía “jugar el texto” leerlo como una partitura musical –y en toda partitura, ya se sabe, la notación no sirve. Enrigue compone, entonces, un pentagrama de epilios o divertimientos que parecen inofensivos y que sólo cobran coherencia a la salida del concierto, en la charla del café, cuando uno se acuerda y dice: “Certo!, ti ricordi, carina…”.

La gratuidad de personajes en la novela, la de Caravaggio, la gratuidad de la pelota y la raqueta, de los tenis convers de Enrigue, del correo a Teresa Ariño, del propio Quevedo, incluso, toda gratuidad, quizá pueda perdonársele sólo por ese final epifánico y polifónico. Pienso en la polifonía pop del tecno y del caos de la Ciudad de México (Nueva York para Enrigue). No necesariamente en la polifonía de Palestrina ni Gesualdo, ya tan sobada.

En fin, el final lo merece, o lo merecía, incluso si la novela –tecnología imperfecta– está llena de baches y loops del sistema, de fouls y de fairs. Como en Macbeth, en Muerte súbita hay también una inversión de bellezas: Pátzcuaro es el Golfo de Nápoles; Cortés es la Malinche; la Bolena es un puto en el claroscuro caravaggiesco; Caravaggio es Quevedo y viceversa; Enrigue es su editora Ariño… y siempre ganan los malos.

Álvaro Enrigue, por cierto, ganó con ésta, esa otra tecnología llamada premio Herralde de novela. 



OHT