lunes, 12 de enero de 2015

La conciencia de Zeno, Italo Svevo, De bolsillo

Nihil nisi bonum. Y luego Reyes: el secreto de la crítica reside en no pedirle a un hombre que sea algo que no es (o a un libro, porque el autor está muerto –pero Reyes no leyó al pedante Barthes). El problema es que la crítica no sólo le ha pedido, sino que le ha concedido a Aron Hector Schmitz un lugar preponderante en las letras del siglo XX, como el autor de una de las novelas más importantes de su siglo. Novela psicológica. Y luego está también, su supuesta amistad con Joyce. O más precisamente, el lugar de La conciencia junto al Ulysses como uno de los mejores especímenes de novela psicológica del XX. Pirueta psicológica. Pirueta mercadológica.

Entonces, para no pedirle a Svevo peras, siendo claramente un olmo, es mejor pensar que el triestino judaico no leyó a Joyce ni la crítica los leyó a ninguno, realmente. De otra manera, como Platón ante Sócrates, el amigo Italo hubiera quemado sus cuentitos. O los habría reescrito con las enormes posibilidades que había señalado Joyce. Los saltos de conciencia, el fluir del río de Heráclito en el que no sólo nos metemos sino que nos bañamos, enteritos. Nada de lo que promete Svevo lo cumplen sus líneas: escribir sin la conciencia, sin agrupar los pensamientos: filas y no racimos. En vez de eso hay una vocecita chillona, una suerte de pepe-grillo tarado, que hace chistes a lo grande. Chistes como éste:
     -Es guapísima pero no es para nuestros dientes…
     -Es curioso que pusiera mis dientes junto a los suyos, con el peligro de contagiarme sus caries.  

El narrador, el focalizador, el no-autor nunca se despega de este humor un poco provincial, pasable para un folletín, pero ya en un tabicón se vuelve un poco como el tío chistosito que uno se traga en la cena de Navidad pero que de visita cada semana en la casa se vuelve insoportable. 

Esas posibilidades de la conciencia y la comicidad explotadas tan bien y otramente por Apuleyo; o ya por sus coetáneos y coterráneos Pirandello, Fo, Pavese. Cuestión de gustos o de tapas, la contraportada promete una comedia psicológica; pero ¿qué clase de comedia? ¿sátira? ¿sainete? ¿farsa? ¿entremés? O mejor: comedia de malentendidos:
     El doctor presta demasiada fe a esas dichosas confesiones mías, que no quiere devolverme para que las revise. Ignora lo que significa escribir en italiano para nosotros, que hablamos –y no sabemos escribir- el dialecto ¡Con cada una de nuestras palabras italianas mentimos!


Teoría: Italo quería escribir una novela bella y grande; preciosa comedia psicológica en la que la conciencia de un fumador –entiendo que algunos fumadores se vean tiernamente atraídos por la novela, como los diabéticos lo hacen con los productos a base de azúcar– hace todo por boicotearse; la historia de una alma fumadora y mujeriega que hace chistes a costillas de sus propias chuletas, con saltos ridículos y fársicos; con personajes repugnantes y entrañables, en fin, con un lenguaje mordaz y oscuro, como la conciencia misma. Pero cada vez que tomaba el lápiz, la mano lo traicionaba. Como al triestino que quería escribir en italiano, las ideas se le aparecían ahí, limpias y firmes, claras y rotundas pero las letras no acompañaban: siempre terminaba escribiendo otra cosa, con la voz de un payaso de circo. Tragedia de tragedias la del amigo Italo que genera empatía y comprensión –y qué lejos están la empatía de la simpatía, la comprensión de la admiración– en todos los que hemos tomado la pluma alguna vez y las ideas se nos han hecho un puñado de canicas entre las manos.