viernes, 7 de noviembre de 2014

Álvaro Enrigue
Muerte súbita
Anagrama
2013

De entre las letras mexicanas, las de Enrigue –por autoexiliadas– saben a niuyorquinas, a washingtonianas, a lombardas y quizá por eso, también, a cual más, a muy mexicanas. 

Muerte súbita cuenta al menos cuatro historias: dos individuales y dos colectivas. La de Quevedo, el poeta burlador de la corte española, más la de Hernán Cortés, santo patrono mezquinamente  irreconocido de todos los  “late” y “under” something; y por extensión genética, de todos los mexicanos. Una de las dos hazañas colectivas narradas en la novela es la de Caravaggio, el pintor iluminado de los putti tamaño natural; pintor con paisaje: el papado de los putti tamaño natural (bis). La otra, la del campeón del indigenismo Vasco de Quiroga y su pueblo de indios amatecas, es en realidad la más lograda, la única que da coherencia y final a esta novela en la que siempre ganan los malos.

El deseo de regresar sobre la historia de México, de revolverla de veras, en episodios a la vez cotidianos y a la vez trascendentales, le viene al autor desde hace por lo menos dos novelas: Vidas perpendiculares y Decencia (en La muerte del instalador hay quizá uno que otro incipiente balbuceo parecido). Pero en ningún lugar sino hasta aquí, el mexicano Enrigue había logrado iluminar así a los hombres y a las cosas. Su lenguaje, sardónico hasta el satrapismo, parece fructificar más durante los apareos de la (auto)multiorgásmica Malinche que durante los desaires de la multifrígida Flaca Osorio.

Y ya que estamos en los lenguajes, dice la megalomana tapa de la edición de Anagrama que Enrigue se vale de todas las armas de la escritura para renovar esa “maltratada tecnología”: matriarcal pero irregular, Su Majestad la novela. La discusión de la muerte de la novela, del futuro de la novela, de los rasgos de la antinovela son un somnífero para nosotros los lectores, cicuta que dejamos a los ya de por sí mortíferos, mortificados y mortuorios críticos y académicos. Lo que interesa, en todo caso, a partir de la sabiduría de la contraportada, es la revelación de la novela como una tecnología.

Decía Platón que decían los egipcios que decía Amón, que la escritura era una mala tecnología para el hombre porque lejos de acercarlo a la sabiduría lo acercaba a la huevonería; en otras palabras: las palabras no sirven si no se leen siempre de manera oblicua, si no se leen a partir de lo que no está en ellas mismas; en otras palabras: las palabras no sirven. Esto quizá sea una obviedad para todo buen lector. Joyce proponía “jugar el texto” leerlo como una partitura musical –y en toda partitura, ya se sabe, la notación no sirve. Enrigue compone, entonces, un pentagrama de epilios o divertimientos que parecen inofensivos y que sólo cobran coherencia a la salida del concierto, en la charla del café, cuando uno se acuerda y dice: “Certo!, ti ricordi, carina…”.

La gratuidad de personajes en la novela, la de Caravaggio, la gratuidad de la pelota y la raqueta, de los tenis convers de Enrigue, del correo a Teresa Ariño, del propio Quevedo, incluso, toda gratuidad, quizá pueda perdonársele sólo por ese final epifánico y polifónico. Pienso en la polifonía pop del tecno y del caos de la Ciudad de México (Nueva York para Enrigue). No necesariamente en la polifonía de Palestrina ni Gesualdo, ya tan sobada.

En fin, el final lo merece, o lo merecía, incluso si la novela –tecnología imperfecta– está llena de baches y loops del sistema, de fouls y de fairs. Como en Macbeth, en Muerte súbita hay también una inversión de bellezas: Pátzcuaro es el Golfo de Nápoles; Cortés es la Malinche; la Bolena es un puto en el claroscuro caravaggiesco; Caravaggio es Quevedo y viceversa; Enrigue es su editora Ariño… y siempre ganan los malos.

Álvaro Enrigue, por cierto, ganó con ésta, esa otra tecnología llamada premio Herralde de novela. 



OHT 

1 comentario:

  1. Como ya se sabe, Enrigue se siente más cómodo narrando más de una historia a la vez. Es el procedimiento habitual en prácticamente todos sus libros. En "Muerte súbita" no es la excepción. Sin embargo, la cuestión que me interesa es discutir cuál es el número de historias contadas en la novela. Podría estar de acuerdo con el número de cuatro propuesto por Oswaldo Trujillo, no así con la designación. A qué le llama "historias colectivas". Y llego al punto que me interesa. Tales historias, independientemente del número, se sienten desbalanceadas. Es decir, la extensión del relato en uno y otro caso no es la misma. Por ejemplo, a Caravaggio le dedica mucha más atención que a Quevedo. Yo diría que del lado de la cancha de Quevedo, éste es el mero pretexto para hacer la ramificación hacia Cortés (por medio del parentesco de su amigo con la nieta del conquistador). Por otro lado, la historia (minihistoria) de Vasco Quiroga (o, mejor, de Huanintzin), aunque muy importante, me resulta poco y desarollada a prisa y al final. Todo para decir, que la estructura queda un tanto coja en mi opinión.

    Sobre el final coincido en final polifónico, aunque no sé si sea gratuito todo lo que lo desencadena. Finalmente, esos elementos (la pelota, Cortés, las putas de Caravaggio...), mal que bien, y no otros los que originan el viaje celestial y terrenal, o quizá hayan sido nada más producto de los hongos que el autor habrá ingerido en tu entraňable Mechuacán.

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