viernes, 29 de enero de 2010

Octavio Paz: "El ramo azul" (Lectura y comentarios hasta el 10 de feb / Réplica hasta el 14 de feb)

Desperté, cubierto de sudor. Del piso de ladrillos rojos, recién regados, subía un vapor caliente. Una mariposa de alas grisáceas revoloteaba encandilada alrededor del foco amarillento. Salté de la hamaca y descalzo atravesé el cuarto, cuidando no pisar algún alacrán salido de su escondrijo a tomar el fresco. Me acerqué al ventanillo y aspiré el aire del campo. Se oía la respiración de la noche, enorme, femenina. Regresé al centro de la habitación, vacié el agua de la jarra en la palangana de peltre y humedecí la toalla. Me froté el torso y las piernas con el trapo empapado, me sequé un poco y, tras de cerciorarme que ningún bicho estaba escondido entre los pliegues de mi ropa, me vestí y calcé. Bajé saltando la escalera pintada de verde. En la puerta del mesón tropecé con el dueño, sujeto tuerto y reticente. Sentado en una sillita de tule, fumaba con el ojo entrecerrado. Con voz ronca me preguntó:
-¿Dónde va señor?
-A dar una vuelta. Hace mucho calor.
-Hum, todo está ya cerrado. Y no hay alumbrado aquí. Más le valiera quedarse.
Alcé los hombros, musité “ahora vuelvo” y me metí en lo oscuro. Al principio no veía nada. Caminé a tientas por la calle empedrada. Encendí un cigarrillo. De pronto salió la luna de una nube negra, iluminando un muro blanco, desmoronado a trechos. Me detuve, ciego ante tanta blancura. Sopló un poco de viento. Respiré el aire de los tamarindos. Vibraba la noche, llena de hojas e insectos. Los grillos vivaqueaban entre las hierbas altas. Alcé la cara: arriba también habían establecido campamento las estrellas. Pensé que el universo era un vasto sistema de señales, una conversación entre seres inmensos. Mis actos, el serrucho del grillo, el parpadeo de la estrella, no eran sino pausas y sílabas, frases dispersas de aquel diálogo. ¿Cuál sería esa palabra de la cual yo era una sílaba? ¿Quién dice esa palabra y a quién se la dice? Tiré el cigarrillo sobre la banqueta. Al caer, describió una curva luminosa, arrojando breves chispas, como un cometa minúsculo.
Caminé largo rato, despacio. Me sentía libre, seguro entre los labios que en ese momento me pronunciaban con tanta felicidad. La noche era un jardín de ojos. Al cruzar la calle, sentí que alguien se desprendía de una puerta. Me volví, pero no acerté a distinguir nada. Apreté el paso. Unos instantes percibí unos huaraches sobre las piedras calientes. No quise volverme, aunque sentía que la sombra se acercaba cada vez más. Intenté correr. No pude. Me detuve en seco, bruscamente. Antes de que pudiese defenderme, sentí la punta de un cuchillo en mi espalda y una voz dulce:
-No se mueva , señor, o se lo entierro.
Sin volver la cara pregunte:
-¿Qué quieres?
-Sus ojos señor –contestó la voz suave, casi apenada.
-¿Mis ojos? ¿Para qué te servirán mis ojos? Mira, aquí tengo un poco de dinero. No es mucho, pero es algo. Te daré todo lo que tengo, si me dejas. No vayas a matarme.
-No tenga miedo señor. No lo mataré. Nada más voy a sacarle los ojos.
-Pero, ¿para qué quieres mis ojos?
-Es un capricho de mi novia. Quiere un ramito de ojos azules y por aquí hay pocos que los tengan.
-Mis ojos no te sirven. No son azules, sino amarillos.
-Ay, señor no quiera engañarme. Bien sé que los tiene azules.
-No se le sacan a un cristiano los ojos así. Te daré otra cosa.
-No se haga el remilgoso, me dijo con dureza. Dé la vuelta.
Me volví. Era pequeño y frágil. El sombrero de palma la cubría medio rostro. Sostenía con el brazo derecho un machete de campo, que brillaba con la luz de la luna.
-Alúmbrese la cara.
Encendí y me acerqué la llama al rostro. El resplandor me hizo entrecerrar los ojos. El apartó mis párpados con mano firme. No podía ver bien. Se alzó sobre las puntas de los pies y me contempló intensamente.
La llama me quemaba los dedos. La arrojé. Permaneció un instante silencioso.
-¿Ya te convenciste? No los tengo azules.
-¡Ah, qué mañoso es usted! –respondió- A ver, encienda otra vez.
Froté otro fósforo y lo acerqué a mis ojos. Tirándome de la manga, me ordenó.
-Arrodíllese.
Mi hinqué. Con una mano me cogió por los cabellos, echándome la cabeza hacia atrás. Se inclinó sobre mí, curioso y tenso, mientras el machete descendía lentamente hasta rozar mis párpados. Cerré los ojos.
-Ábralos bien –ordenó.
Abrí los ojos. La llamita me quemaba las pestañas. Me soltó de improviso.
-Pues no son azules, señor. Dispense.
Y despareció. Me acodé junto al muro, con la cabeza entre las manos. Luego me incorporé. A tropezones, cayendo y levantándome, corrí durante una hora por el pueblo desierto. Cuando llegué a la plaza, vi al dueño del mesón, sentado aún frente a la puerta.
Entré sin decir palabra.
Al día siguiente huí de aquel pueblo.

4 comentarios:

  1. Antes que cualquier otra cosa, saludo cordialmente a cada uno de ustedes, integrantes de Urkreis. Mi nombre es Ignacio, pero por favor díganme Nacho, y he de decir que es un verdadero placer formar parte de este blog. Fui invitado por Jorge, mi ex-profe de la universidad (¡un doble saludo para ti!), y vengo aquí a compartir con todos ustedes mi gusto por la literatura. Dado que soy nuevo en esto, temo que mi comentario resulte un poco inepto y que no esté a la altura de la crítica que suele hacerse aquí, pero igual allí les va:

    Viniendo de un mexicano esto quizá suene a ultraje a un lábaro patrio, pero confieso que hasta ahora no había tenido la oportunidad (seamos claros: no me la había dado) de leer la narrativa de nuestro premio nobel, Octavio Paz. En un primer vistazo, a ojo de buen cubero (si alguna vez lo he sido), puedo decir que la vena poética de nuestro autor brota profusamente también en sus cuentos. A esto al menos atribuyo su estilo límpido, abrupto y conciso, que no pocas veces sorprende con metáforas fulminantes e inesperadas. Quizá esté de más, pero como ejemplo de esto último puedo citar el risible ‘campamento de estrellas’ o aquella descripción de la noche como ‘un jardín de ojos’, audaz e inquietante premonición del argumento central, ya en sí mismo una metáfora que Paz alumbra con la luz extravagante de un sueño febril. No sin razón, tal vez, el cuento comienza con esa incómoda sensación de una noche bochornosa.

    Una vez que el personaje emprende su osada caminata por el pueblo, sus cavilaciones de alcance cósmico, además de evocar lo que se cruza por la mente de cualquiera que alce la vista hacia un cielo estrellado, sirven para desviar ligeramente la atención del lector. Con el eco de esas preguntas filosóficas expresadas en el argot propio de un escritor resonando aún en la cabeza, difícilmente nos imaginamos que un asalto está próximo a acontecer. En seguida, para mi gusto personal, el laconismo que hasta entonces venía fluyendo con eficacia se convierte en vicio, pues la cosa ocurre tan rápido que apenas advertimos el temor del personaje perseguido por esa sombra desconocida. Como sea, ¡vaya que se percibe después el terror y la desesperante impotencia del sometido! Junto con el personaje, el cuento nos empuja a una situación de tensión en la que, además de presentir con un doloroso escalofrío el inminente desenlace, nos vemos (valga la paradoja) obligados a temer por nuestros propios ojos. Sin ojos no tendríamos literatura, no tendríamos noches estrelladas ni vuelos filosóficos evocados por la belleza de las mismas. Además, la razón de este latrocinio aborrecible se revela como una delirante ironía: es la sonrisa de la tragedia en el disfraz de un indio de pueblo, ese chiste macabro que se divierte ocultando la delicia de uno en la miseria de otro. Sobra decir, creo, que a este intenso clímax sigue un respiro equivalente.

    En definitiva, he de decir que el cuento fue de mi agrado. Sé que no hay que pedir peras al olmo, así que no echo de menos una mayor profundidad en la caracterización del personaje (Paz mismo, al parecer), ni una resonancia más elevada de la anécdota. Al final, ‘El ramo azul’ demuestra que el argumento de un cuento puede entretejerse alrededor de una simple metáfora, la de los ojos como flores, y servirse de ella para evocar en el lector el sentimiento que el ánimo y el arte del autor se propongan, en este caso el del suspenso. Como última nota al margen, he de decir que la frase del final me recordó los primeros cuentos de H. P. Lovecraft, un maestro del suspenso norteamericano a quien los pueblos rústicos y remotos siempre le despertaron cierto miedo morboso. Sería osado ver una relación literaria directa, pero creo que todos hemos sentido alguna vez el tácito temor del forastero, que encuentra o tan sólo imagina una hostilidad huraña hasta en las miradas de los forasteros, al saberse llegado a un lugar ajeno y desconocido.

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  2. 'una hostilidad huraña hasta en las miradas de los LUGAREÑOS' quería decir. Disculparán ustedes, pero cuando terminé de redactar ya estaba cansado... Saludos a todos!

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  3. Significativo, Nacho, que hayas escogido esa expresión "peras al olmo", para hablar del poeta de "Las peras del Olmo". Sin estar en desacuerdo con lo que dices, diré simplemente que Paz es un gran ensayista, un gran poeta, un gran pensador, pero no un gran narrador. Hace falta escucharlo hablar para saber que ese hombre nunca tuvo una relación de "domador" con las palabras. Julio de erres francesas, el ciego de Buenos Aires y hasta Lezama, sí la tenían (Aquí abro un espacio grande para que me rebatan porque lo que digo no es absoluto).

    La sensibilidad paciana, en cambio, no está sujeta a discusión. Esa sensibilidad precisamente le permitió escribir poemas sueltos, redondos. Pero para escribir un cuento se necesita más que sensibilidad. Primero, se requiere de saber manejar una verdadera curva dramática carente en el incidente del ochiazzurro protagonista (mismo problema que en la ola). Paz tiene una situación perfecta, una arma en el cajón de Hitchkock. Pero el final no resuleve nada. Paz no se compromete y prefiere una salida fácil.

    y no se trata sólo de un problema de falta de profundidad de los personajes. (piensen en Paseo nocturno de fonseca, Continuidad de los parques, o Maëlstrom, todas obras maestras del cuento breve). Un cuento puede prescindir de personajes profundos o redondos (no así la novela) pero a cambio, debe tener una situación redonda con un final de knockout como quería Cortázar.

    Nada que decir para terminar sino bendita la hora en que Paz se dejó de cuentos para dedicarse a lo suyo, lo suyo, que a las claras, nunca fue la narrativa.

    Saludos a todos.

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  4. Pues yo sigo en la misma: éstos no son cuentos, aunque "El Ramo..." lo parezca más. Como dice Narrador, acá Paz no exagera con las imágenes, y sin embargo las que hay también son, ¿cómo decirlo?, innecesarias, banales. Si algo he aprendido leyendo cuentos es que todo lo que éstos tengan en su interior debe ser significativo. Puedo entender la presencia de la atmósfera sofocante mirando hacia el desarrollo posterior del relato, pero ¿y la de los colores? ¿De qué sirve saber que los ladrillos son rojos o la escalera verde? ¿México? Sería por demás estúpido. ¿Por qué en su poesía se encuentra uno el rojo y el verde por doquier? En fin. Sí me dejan un tanto desilusionado sus textos "prosaicos". Por ejemplo, en otro de "Arenas movedizas", "El encuentro", el inicio es prodigioso, para ser explotado con un sinfín de ideas (por cierto, el inicio de "El encuentro" fue usado en un taller lit. y los cuentos desarrollados me convencieron más que la propuesta paciana.) pero el desarrollo desmerece.
    Termino haciendo como que le sé al asunto ese de la intertextualidad y refiero otra "caminata con cavilaciones cósmicas" en el indiscutible "Jardín de senderos que se bifurcan", donde el protagonista, también un perseguido, se da un instante para sentirse "percibidor abstracto del mundo". Otro ejemplo de perseguido, ahora dentro del propio corpus pacianus es el poema "La calle", donde el perseguidor y el perseguido son uno y el mismo. ¿Será lo mismo aquí? Al respecto dejamos que Perla (¿cuándo?) nos ofrezca su hipótesis.
    Otro asunto, y en esto quizá entremos en pendencia con Narrador como aquella vez del film "El violín" donde yo decía estar harto de los mismos temas en el "arte" mexicano, la guerrilla, el pueblo, el oprimido, etc., es la, trillada creo yo, presencia del ambiente campestre, pueblerino en la lit. mex. Esa idea del ser ajeno incrustado en una atmósfera extraña, aunque quizá ya esté mezclado dos elementos. Pero esperemos a Perla y a su idea del cuento, no quiero adjudicármela.
    Saludos

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